lunes, 5 de noviembre de 2012

Nada y nihilismo


Junto a una presencia y afirmatividad en las cosas con las que tratamos (entes) puede atisbarse, como tan impresionantemente desarrollara Heidegger, la nada. En su filosofía se expresa un desfondamiento básico por el que lo real reposa en la irrealidad, en el vacío y en la inexistencia. Los entes manifiestan para la mirada sensible y poética una tensión en la medida que son y no son, no tanto en el sentido clásico del no ser que acompaña al movimiento, sino al más básico de un ser que es en la medida en que también no es, que se retrae, que tiende en una suerte de inercia hacia la nada. El ente no es sino este retraimiento del ser, que puede atisbarse como huidiza afirmación im-presente, como lo presente im-presente de cada cosa. Esta manera de abordar el ser y, en el caso del existencialismo sartreano, la existencia del sujeto (ser-para-sí), la nada que nos cimenta y constituye, (el no fundamento que nos “fundamenta” quizás podría decirse) ha sido un presentimiento más que de filósofos, de poetas. De hecho, Heidegger acaba apostando por la poesía y el arte, en su crítica a la metafísica como un perderse en lo presente del ser olvidándolo (el ente). La poesía muestra ocultando lo que precisamente tiene como esencia el ocultarse (el ser).

El asunto de la nada, a la cual no hay que entender nunca de manera contradictoria como un algo, una cosa o una afirmación, desemboca en el nihilismo, que es una manera filosófica de abordar esta im-presente presencia. El nihilismo puede, además, entenderse básicamente de dos maneras: una negativa, es decir, como una cierta corrupción en el entendimiento y la mirada que expresa el vacío y la nada como final y extinción (así maneja el concepto, por ejemplo, Dostoievski (“Si Dios no existe todo está permitido”). O una manera que podemos denominar “positiva”, activa o perfecta, en la que la nada es capaz de engendrar lo novedoso, como si pariese al ser. Éste es el caso del nihilismo del Zaratustra nietzscheano, que ante el vacío, encuentra la oportunidad de ejercer nuevas valoraciones desde su subjetividad, lo que nombra el filósofo alemán con la expresión “voluntad de poder”. Es el sujeto quien una vez derrotadas las viejas apariencias que simulaban ser absolutos, esencias, objetos trascendentes, se acoge a una trascendentalidad de los valores elegidos a partir de una vida sana que es capaz de afirmarse en sus valoraciones. Recordemos que la perspectiva genealógica de Nietzsche conduce a la puesta en evidencia y por tanto la disolución de los viejos valores del platonismo y el cristianismo, que una vez entendidos en su origen subjetivo, son disueltos. La nada de la que surgieron vuelve a relucir, pero esta vez, el sujeto determina un mundo a partir de su no renuncia a vivir, frente al cristianismo o el platonismo.

Así, es necesario mostrar la nada de todo lo que fingía ser, a partir de un proceso de investigación genealógica disolvente. Pero Heidegger llegará más lejos y acusará a Nietzsche de permanecer en la órbita metafísica-moderna del sujeto, en cuanto que en él hay un origen y una afirmación que siguen ocultando la nada esencial. Es cierto que Nietzsche se refiere a una transvaloración, la ejecutada por el superhombre, que disuelve el bien y el mal, pero vuelve a incurrir en valorar, aunque ya más allá del bien y el mal (Nietzsche afirma en cierto aforismo romper con el bien y el mal, pero no con lo bueno y lo malo). El bien y el mal son en definitiva productos subjetivos, por lo que el superhombre, consciente de la inanidad de estos valores, va más allá de ellos eligiendo lo bueno y lo malo. Heidegger acusará en este movimiento una forma de permanecer vinculado al proceso típico de la metafísica, en cuanto que oculta el ser y olvida la diferencia ontológica, confundiendo de nuevo ente (valor) con ser. La voluntad de poder, en cuanto que es fuente de valoraciones, es una puerta por la que vuelve a colarse el pensamiento metafísico, al que, sin embargo, culmina y pone término.

El nihilismo puede ser tomado, por tanto, de dos maneras. La pasiva, que niega al ser al que la nada acaba absorbiendo (Schopenhauer) o la activa, que significa un creativo colapso, una puesta en evidencia de las distintas negaciones que puede suponer una oportunidad para la afirmación. En general el nihilismo pasivo es una renuncia a la contingencia, subordinándola, por ejemplo, a esencias trascendentes (Dios, valores) y lo que busca Nietzsche es realzar precisamente la contingencia como tal con el nihilismo activo. Dar la vuelta a la experiencia de la finitud y mostrarla, contra las tendencias gnósticas, como algo valioso de por sí, de manera que el dolor sea asumido, encarado y admitido como parte de la contingencia, incluyéndolo en una afirmación global de la misma. El error de considerar, como Schopenhauer, mala a la existencia es el pretender situarse en una perspectiva fuera de la misma, cosa imposible. En realidad, el valor global de la vida no puede ser tasado y por eso, aunque es fuente de valoraciones, ella misma está más allá del bien y del mal. Todos los valores proceden de nosotros mismos, que los “ponemos” en las cosas y que pueden ser, por tanto, síntomas de nuestro estado vital. Y contemplar la nada que acompaña a lo contingente, al eterno retorno y a la vida, debe ser hecho de manera valiente, sin autoengaños, al modo de un heroísmo trágico. Lo que Nietzsche añade a Schopenhauer es la manera de encarar esa nada esencial y de afrontar el dolor de la contingencia, utilizando magistralmente ese instrumento del que sólo disponemos los seres humanos: la risa. La risa y la ironía como elevación y distanciamiento salvadores a los que se acoge el ser capaz de sufrir con la mayor intensidad.

Marcos Santos Gómez

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