martes, 9 de marzo de 2010

IDEA DEL NIHILISMO

Diego Tatián*

¿Es el nihilismo una “idea”? ¿Es una condición cultural? ¿Un estado de ánimo? ¿Un conjunto de fenómenos que emergen y que antes, muy poco antes eran inexistentes? Los jóvenes se drogan, los niños llevan armas a los colegios, los políticos roban -y no sólo los políticos, pero el lugar de la política es significativo puesto que hasta hace no mucho se autoconcebía como el lugar del “sentido, el lugar en el que los hombres encuentran un sentido, individual y común”-. Todos estos fenómenos y otros -en principio completamente heterogéneos entre sí- como destruir el planeta por ganancias, suicidios religiosos masivos, avidez de consumo, materialismo, desinterés por lo que no tiene valor de mercado (por el “espíritu”), adolescentes que se pintan el pelo y se emborrachan en vez de dedicar el tiempo a la lectura y la instrucción, todos estos elementos son, por así decirlo, homogeneizados, puestos en relación, y se pretende que ellos describen la esencia de nuestra condición cultural. Esta trama de fenómenos es lo que pareciera invocar el nombre de “nihilismo”. Concepto que concierne también a una especie de descreimiento y una falta de horizontes. Las creencias no son algo que se tiene sino algo que somos, algo que nos constituye casi biológicamente, que nos son transmitidas como se transmite una información genética y nos inserta en un conjunto de costumbres -en un mundo, en sentido fenomenológico- muy anteriores a nosotros mismos. Ese descreimiento, entonces, lo es de lo que podríamos llamar “valores” que valían en el pasado; la falta de horizonte o de perspectivas, en cambio, remite a una desaparición del futuro: quedaría entonces un presente desarraigado y sin porvenir, que inhibe cualquier iniciativa constructiva y deja el campo libre para la rapiña y la destrucción, propia y de los otros.

Nihilismo es una palabra que, en la representación corriente, oscila entre la apatía y la violencia, entre la indiferencia y el egoísmo, entre el derrotismo y el desenfreno. Apatía por la marcha de las cosas, indiferencia por la suerte de los otros o derrotismo que sume en la pasividad. Nihilismo sería una curiosa mezcla de relativismo e intolerancia.

Pero salgamos por un momento de esta noción -más adelante volveremos de nuevo a ella- e interroguemos la palabra de otro modo. El vocablo “nihilismo” no es tan viejo, más exactamente tiene una pequeña historia de doscientos años. Fue empleado por primera vez en 1799 en una carta de Jacobi a Fichte en la que se califica al idealismo de nihilismo (el idealismo, decía Jacobi, nihiliza, vuelve “nada” todo lo que está más allá de las ideas, esto es, el mundo mismo). En el siglo XIX, la palabra nihilismo tiene una elaboración muy particular en la literatura y en los movimientos sociales de Rusia. El término se aplicó a los jóvenes radicales que repudiaban el cristianismo y consideraban a Rusia como una sociedad atrasada y opresiva a la que había que transformar mediante la revolución (p.ej. Chernishevski). El nihilista de ficción paradigmático es Bazarov, protagonista de Padres e hijos (1862), la novela más importante de Iván Turguéniev. Los conservadores rusos, de orientación eslavófila, consideraban que el nihilismo destruiría cualquier posibilidad de existencia social ordenada y determinada. También los narodniks (populistas), que en la década de 1870 promovieron una importante revuelta campesina, fueron considerados nihilistas. En un ensayo sobre Pushkin, Dostoievski define también al nihilismo como la actitud que reniega del suelo natal, que abjura de la vieja Rusia.

Pero será la acepción que Nietzsche imprime al concepto la que resulta decisiva para la comprensión del proceso que denota. A partir de entonces, el vocablo “nihilismo” no tendrá un estatuto de mero anti-valor, sino que más bien remitirá al derrumbe objetivo, histórico, de todos los conceptos fuertes que en la tradición tenían poder normativo sobre la vida humana y sobre el mundo. La palabra registra en este caso la pérdida de soberanía de lo suprasensible y de todo aquello capaz de establecer un orden, indicar un fin, proporcionar un sentido. Este proceso histórico resulta de un evento que sólo muy lentamente se deja aprehender y al que Nietzsche aludió con la frase “Dios ha muerto”. Esta frase es algo extraña, en un cierto sentido autocontradictoria. ¿Cómo Dios puede morir? Si Nietzsche hubiera dicho “Dios no existe” no habría mayores dificultades puesto que estaría expresando de ese modo, con esa proposición, lo que nosotros llamamos “ateísmo”. Pero la proposición que funciona aquí como esencia del nihilismo no es “Dios no existe” sino “Dios ha muerto” (Nietzsche utiliza también, en otra parte, una metáfora muy pregnante: “el desierto crece”). Hubo un tiempo, parece decirnos aquí el filósofo, hace mucho o poco, no importa, en que Dios existía. Pero ahora ya no existe más, “ha muerto”. Con lo cual más que una tesis teológica de principio (como sería por ejemplo “no hay Dios”), lo que aquí se hace es describir un proceso, un acontecimiento histórico, algo que acaece, algo que nos sucede a nosotros y que por tanto es nuestro problema (también la otra proposición, “el desierto crece”, expresa la idea de un proceso, de un desarrollo, o más bien de una devastación, que se expande). El “Dios” al que alude Nietzsche es sin duda el dios cristiano, pero no únicamente. Es también lo suprasensible, el Fundamento, los ideales, las normas, los principios, los fines, los valores, todo aquello capaz de proporcionar finalidad, orden y sentido. Es el dios de los filósofos, el socialismo, la felicidad del mayor número, la paz perpetua.

El hecho de que la palabra nihilismo sea relativamente nueva y de que indique un proceso nos permite comprender algo respecto de su significado. Proviene, naturalmente de nihil, “nada”. El nihilismo podría ser considerado como una “teoría de la nada”. Pero la nada es un concepto filosófico tan antiguo como la filosofía; se recordará el Poema de Parménides, cuya proposición esencial sienta las bases para el pensamiento posterior: “el ser es y la nada no es”. Sin embargo, los mayores pensadores del nihilismo en nuestro siglo -me refiero a Nietzsche y a Heidegger- hacen un uso anacrónico del término, refiriendo con él la lógica escondida que ha tenido la historia entera de eso que llamamos Occidente. No obstante ser reciente como término, el nihilismo es lo que secretamente habría presidido el despliegue de Occidente desde Platón en adelante. Según esta reflexión, el nihilismo se plantea entonces no sólo como un concepto de crítica de la cultura sino también como una clave hermenéutica de primer orden. Nada tendría que ver con una posición adoptada por alguien libremente, ni con una opinión privada como ser “socialista” o “idealista”, “utilitarista” o “escéptico”. Nihilismo no designa ni para Nietzsche ni para Heidegger una opinión entre otras opiniones, por ejemplo la de alguien que cree que la nada es la esencia de todas las cosas y de la vida. Nihilismo es una “ley”, es la “ley fundamental” de Occidente o también, es la esencia de la metafísica que aparece como tal -que puede ser pensada- en el momento en que ésta llega a su consumación, es decir, cuando ha agotado sus posibilidades esenciales y el ser se desoculta como técnica y como nihilismo. Hay en el pensamiento de Heidegger una conexión estrechísima entre nihilismo y técnica pero esto no quiere decir que la gente se ha vuelto nihilista porque sólo se interesa por los bienes materiales que produce la técnica ni nada por el estilo. La técnica no es principalmente un instrumento con el que nosotros tenemos dominio sobre la naturaleza -es evidente que también es esto, pero no es lo que importa aquí-; pensada en su esencia, la técnica es una manera en que las cosas aparecen, un modo de desocultamiento que lleva al extremo lo que Heidegger llama el “olvido del ser”, y, paradójicamente, la omnipotencia, la vigencia hasta el paroxismo, del Principio de Fundamento, del Principio de Razón Suficiente. En este desocultamiento técnico sólo cuentan los entes y “del ser como tal ya no queda nada”.

Pero en este planteo se advierte claramente una paradoja. Si la técnica es la vigencia extrema del Fundamento y de la Razón Suficiente -si la técnica puede dar cuenta de todo lo que es y de cómo es en virtud de su causa-, ¿por qué entonces Heidegger la asocia con el nihilismo, que en principio es la experiencia de la falta de Fundamento de todas las cosas, de la sinrazón y del sin sentido? En el mundo de la desocultación técnica no hay lugar para la nada, es el mundo del dominio sobre las cosas existentes y de la infinita producción de las no existentes. ¿En qué sentido entonces se opera esta equivalencia entre nihilismo y técnica?

El punto más delicado y más importante del pensamiento heideggeriano se juega aquí y es lo que él llama la “diferencia ontológica”, es decir la diferencia entre el ser y el ente. El olvido de esta diferencia es lo que define a la metafísica -para la cual, podrá decirse, la palabra esencial es la palabra “ser” y Heidegger sin embargo quiere hacernos creer que en cambio lo decisivo en ella es el “olvido del ser”. ¿Cómo puede Heidegger decir semejante cosa siendo que la palabra ser es la principal de la lengua-metafísica, la más recordada e invocada?

Heidegger está diciendo algo relativamente simple. La metafísica (es decir la filosofía occidental en su conjunto, incluidas las posiciones que han querido abjurar de ella como el positivismo, el marxismo, la filosofía analítica, etc., que no son sino variedades suyas; incluso el pensamiento nietzscheano es para Heidegger metafísico y nihilista él mismo, y Nietzsche es considerado por Heidegger -esta es la tesis fuerte de su interpretación- como el “último metafísico”), la metafísica, entonces, aunque ha usado todo el tiempo la palabra ser nunca ha pensado al ser sino que se ha referido a un ente: dicho más brevemente, ha tratado al ser como si fuera una cosa (de igual manera que la teología ha tratado siempre a Dios como si fuera un ente -aunque sea como ente supremo, esto es aquí irrelevante- y como un valor); la metafísica ha olvidado la “diferencia que hay entre el ser y los entes”. Y ahora nos acercamos al punto central de la paradoja.

Si el ser no es una cosa, si no es “algo”, ¿qué es? Heidegger va a decir algo sorprendente: la pregunta “¿qué es?” -la vieja pregunta por la esencia, por la quidditas, puede ser sólo remitida a las cosas, podemos sólo de una cosa preguntar ¿qué es?, pero es del todo inapropiada para preguntar por el ser. En el preciso momento en que preguntamos qué es el ser lo estamos tratando ya como un ente. No podemos preguntar qué es el ser sencillamente porque el ser no es -sólo las cosas son-. Pero si sólo las cosas son y el ser no es una cosa, la única alternativa que nos queda, en buena lógica, es que el ser sea nada. Y en efecto es así, pero cuidado. Yo puedo por ejemplo mirar debajo de la mesa para ver si encuentro un lápiz que se me perdió y “no encontrar nada” (en español esa doble negación es desconcertante, en todo caso no tiene el estatuto de una doble negación matemática y decir “no encuentro nada” equivale a decir “encuentro nada” -en vez del lápiz). Pero lo importante aquí es que la nada a la que refiere Heidegger nada tiene que ver con ésta: no es la negación ni lo nulo. Podríamos decir: el ser “es” nada (ya la frase es equívoca porque habíamos dicho que el ser no es), pero no una mera nada, no algo nulo. Que el ser es lo mismo que la nada equivale aquí a decir que es diferente de lo que es algo, o bien, como él dice, que es “la nada del ente”.

Ahora bien, si el ser “es” nada, el olvido del ser es el olvido de la nada (vale decir: el olvido de que esto no es todo, de que la dimensión óntica o éntica, la dimensión de las cosas, no es la única). Si acompañamos a Heidegger aún otro paso más, llegamos al punto decisivo: la técnica y el nihilismo tienen su raíz más honda en el olvido del ser, esto es, en el olvido de la nada. El nihilismo es el olvido de la nada. Pero nihilismo, como su nombre lo indica, pareciera ser lo contrario, justamente una absolutización de la nada: contra los valores, contra el sentido, contra el Fundamento y, sobre todo, contra Dios. Esta idea es precisamente la que Heidegger deconstruye afirmando que nihilismo es el olvido de la pregunta por la nada. El nihilismo se aloja en los valores, el fundamento, el sentido y en Dios -en el sumo ente. La técnica es la consumación, es decir la forma extrema, de este olvido, la técnica es onto-teo-lógica: es la forma desplegada de la ontología y de la teología. Y el hombre, considerado como sujeto, se concibe a sí mismo como amo y señor del ente y, asimismo, como una cosa, como “recurso humano”.

La filosofía de Heidegger no significa ni más ni menos que un paso hacia la pregunta por la nada; la deconstrucción de la metafísica para hacer nuevamente posible la pregunta. El último Heidegger va a referirse al hombre no entonces como un sujeto, ni como el más importante de todos los entes -después de Dios-, sino como Der Platzhalter des Nichts, el que conserva el lugar de la nada, el que cuida el lugar de la nada, el que no se olvida de ella. El que pregunta porqué hay cosas y no más bien nada, el que es capaz de mantener una sensibilidad para esta pregunta fundamental, que, a mi modo de ver, tiene también una dimensión “práctico-política”. La experiencia de la nada es lo que abre la responsabilidad del hombre respecto del mundo -responsabilidad de la que se ve despojado en toda “filosofía de la necesidad” (entendemos por “filosofía de la necesidad” aquella que se articula según el principio de razón suficiente y, básicamente, piensa al ser en orden a un Fundamento que hace que lo que es sea y que sea como es y no de otra forma). La experiencia de la nada significa la salvaguardia, la custodia y la memoria de lo que el mundo inmediatamente no es; una radical ruptura con todo positivismo. La responsabilidad del hombre es no tanto salvaguardar al ente, a lo positivo de lo que se ocupa la ciencia, sino la custodia de lo-otro-del-ente, que a su vez significa la custodia de la posibilidad de que el ente pueda darse de otro modo, de que las cosas sean distintas de como son. Una filosofía de la libertad que enseñe el carácter eventual de las cosas que son, desreifica asimismo los eventos sociales y políticos mostrando que no son ni naturales, ni universales, ni necesarios. Para que esto sea posible el hombre debe “mantenerse en la nada”; sólo así tienen sentido los conceptos de “libertad” y “responsabilidad”. En cuanto conserva el lugar de la nada, en cuanto Platzhalter des Nichts el hombre es custodio de la libertad.

En esto radica la crítica heideggeriana del humanismo, que nada tiene que ver con una filosofía deshumanizante en el sentido que se le da vulgarmente al término. El humanismo, también él, sobre todo él, es un nihilismo.

De manera que toda actitud que reaccione frente al nihilismo en nombre de valores, ideales, principios o purezas perdidas de cualquier género que sea, no sólo está destinada a ser una variedad del nihilismo frente al que reacciona, sino que además no ha comprendido el problema en su radicalidad, esto es, que el nihilismo no es sino la forma última y necesaria de esos valores principios e ideales. Nada más alejado de la filosofía de Heidegger que un conservadurismo de este tipo.

Existe un conjunto de términos similares o muy próximos al nihilismo con lo que sin embargo no debemos confundirlo: pesimismo, escepticismo, decadencia, desencanto, etc. El pesimismo ha sido -y es- una actitud filosófica, que tiene su mayor expresión en el pensamiento de Schopenhauer. Cuando emerge la convicción de que todo se ha desbarrancado hacia el mal y lo vano y de que este mundo, por lo tanto, es el peor de los mundos, un pessimum, entonces aparece la actitud que llamamos “pesimista”, la creencia de que la vida no vale la pena de ser vivida ni afirmada y de que toda voluntad es absurda. Es esta la posición de Schopenhauer respecto del mundo. Se habla también, por ejemplo, de un “pesimismo antropológico” en Hobbes, para quien el hombre es un animal sórdido, por no decir siniestro, que busca satisfacer sus apetitos tomando a los otros como medios, que se relaciona con ellos en la medida en que puede obtener algún provecho, en suma, es un “lobo” para sus semejantes -esta antropología en realidad no dejó nunca de acompañar a la modernidad como su línea de sombra, pensemos antes en Maquiavelo, y después en Sade, Nietzsche o Freud. No debemos confundir el nihilismo filosófico con esta perspectiva. Tampoco con el concepto de “decadencia”. El nihilismo puede muy bien ser manifestado por fenómenos de fuerza, por convicciones profundas y por “claridades” ideológicas de todo tipo. Por consiguiente, no debemos necesariamente considerarlo como algo que tiene la forma de un crepúsculo ni como una especie de senilidad cultural, sino que puede presentarse como algo que avanza con un gran poder de afirmación y capacidad productiva. Quiero decir que puede constituirse más como un desencadenamiento de fuerzas que como un retroceso de ellas.

A su vez, la fuerza desencadenada no implica ni anarquía ni caos ni destrucción; puede antes bien tener la forma de un orden absoluto y darse como un proceso productivo a gran escala. Nihilismo tampoco significa preponderancia de las pasiones, sino que el mundo de la racionalidad instrumental puede ser su “forma al fin hallada” -lo que no implica que el nacionalista, el fanático religioso o el revolucionario estén a salvo de él por el simple hecho de reivindicar una convicción, no obstante el vacío que se expande en todas direcciones y como reacción frente a ese vacío.

Ni una “apología del nihilismo” -tal como interpreta Vattimo, ni un rechazo reaccionario de nuestra época, según diversas lecturas conservadoras de la obra heideggeriana, es lo que corresponde a la experiencia de Heidegger, que es ante todo una experiencia de pensamiento y una aguda atención -en el doble sentido del término- por el mundo; una experiencia que nos ha legado menos una interpretación de las cosas que una enseñanza respecto a cómo preguntar. Un gusto por la interrogación que desestabiliza cualquier “pensamiento único” y eventualiza lo que la ideología muestra como universal y necesario; un ejercicio de la pregunta concebida casi como máquina de guerra, como herramienta de desinstalación de lo dado, como resistencia a la reificación de los conceptos, de las cosas, de las acciones.

Es por esto que, en sentido estricto, no es posible ser heideggeriano; es por esto que sigue siendo razonable y necesario “trabajar en Heidegger”.



* El Autor es profesor de filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.

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domingo, 7 de marzo de 2010