En la hora de la toma de tierra
en el país del hombre,
todo 
circulaba 
sin sello
como nosotros
Paul Celan
Mirad: son extraños los momentos en los que la luz 
estalla, en los que la potencia de lo que sucede abre el pensamiento 
como un cuchillo congelado. Instantes en los que el cuerpo cobra rigidez
 a consecuencia del latigazo de todo aquello que participa de la verdad.
 Sí, son extraños, pero es sin duda a partir de estos momentos, por muy 
escasos que sean, sobre los que se funda el sentido de lo que pasa, y es gracias a ellos que el conocimiento sufre sus pequeñas (y en ocasiones sus grandes) revoluciones. 
Si lo que existe es informe, si sobre los fenómenos
 el pensamiento arroja el lazo de la lógica, como quien empaqueta sus 
regalos, la complejidad misma del sistema, sus infinitas entradas y 
salidas, impiden a ciencia cierta el abarcamiento de la totalidad. Por 
aquí y por allá aparecen todas esas presencias inquietantes que se salen
 del cuadro, hostigándolo. El sueño de la estabilidad común se ve 
continuamente importunado, zarandeado, por el rayo del cambio y lo 
inesperado, rayo violento que lo compromete y lo amenaza. Estos dos 
estados, el de la estabilidad y el de la convulsión, deben ser 
entendidos en su dinámica como contrarios que se niegan furiosamente el 
uno al otro pero a los que resulta necesario interrogar si queremos 
entender algo de lo que la vida en toda su amplitud puede suponer, si 
queremos adentrarnos en la experiencia de la existencia cercana, 
desnuda, de esos estados que hacen posible, aún y todavía, mantener 
fundadas esperanzas en el ser humano y su futuro. 
Para intentar arrojar algo de luz sobre lo expuesto
 arriba, me acercaré a Lacan en sus grandes líneas cuando estableció la 
diferencia conflictiva entre la realidad y lo real, aplicable tanto al 
conocimiento como a lo que son directamente sus consecuencias. Para 
Lacan, aquello que llamamos “la realidad” no es sino la narración construida, el
 sistema de relatos, convenciones y actitudes que sirven para crear un 
camino a través de una existencia en apariencia absurda y sin sentido. 
En su funcionamiento, la realidad define apriorísticamente los fenómenos
 clasificándolos y relacionándolos con arreglo a unas categorías y 
sistemas precedentes gracias a los cuales se cree en disposición de 
explicar el mundo. La ideología, como sistema explicativo, sería de esta
 forma una de las más fuertes construcciones que se utilizarían para 
catalogar los fenómenos con arreglo a un esquema anterior. Igualmente, 
la idea de Dios sería la piedra angular sobre la que descansa, para 
algunos, el sentido de la vida. A la luz de esta operación la 
realidad puede ser entendida como una construcción, asimilable a las 
zonas comunes de una casa, en la que lo social tendría las de ganar en 
favor de lo distinto. 
De esta forma, la realidad, en su proceso de 
estancamiento, tiende a su propia consolidación. En su antidesarrollo, 
constantemente está buscando y encontrando pruebas para confirmarse, 
para reafirmarse en una inmovilidad que le es necesaria para ganar la 
partida al fantasma del cambio (1). Su propio mecanismo es totalizante. 
Todo lo que no encuentra en ella un lugar cómodo no es asimilado más que
 en favor de ciertos prefijos (sub, para...) que lo niegan 
indirectamente. Esto es fácilmente entendible cuando se observa la forma
 en que se ha determinado qué forma parte de la realidad y qué no forma 
parte de ella. Se podría afirmar que la definición que la realidad se da
 a sí misma es aquello que existe verdaderamente. Es fácil darse cuenta por tanto que este verdaderamente
 supone una exclusión más o menos arbitraria de fenómenos con arreglo a 
una necesidad anterior. Pues si todo lo que existe debiera entrar a 
formar parte de ella, no existen verdaderas razones para, en este 
proceso, dictaminar que fenómenos como los sueños no forman parte de la 
realidad tan sólo porque ocurran en la esfera psíquica del individuo. 
Y es que la realidad se ha creado para que las piezas encajen, hasta tal punto que se podría concluir que su finalidad es encajar las piezas a toda costa. Es en cierto modo un contrato mental(2),
 cuya aplicación práctica serviría de guía a la conducta, permitiendo lo
 juicios apriorísticos y la creación de una conducta reglada en base a 
sus necesidades de consolidación. Los términos de este contrato mental 
son innumerables, pero en nuestra sociedad podrían citarse, a modo de 
ejemplo, la creencia en un mundo justo en el que cada uno recibiría lo 
que merece en el largo plazo; la fe en el progreso del ser humano que 
acabará resolviendo todas sus contradicciones a costa de no cesar nunca 
su movimiento hacia adelante y hacia arriba; o la represión de todo lo 
que participa de las necesidades de la imaginación individual en 
beneficio del denominado “bien común”. Aquí los mitos, como puede 
suponerse a raíz de estas consideraciones, resultan parte integrante, 
creadoras, de esta realidad y de sus presupuestos. 
Sin embargo, la tragedia de la realidad es que no es monolítica, se mueve, en ocasiones poco a poco, después toda de golpe.
 Decía al principio de este texto que son extraños los momentos en los 
que el relámpago triunfa, en los que la narración se ve interrumpida por
 un fenómeno que la cuestiona frontalmente y ante el que la asimilación 
se hace francamente complicada. Estos momentos suponen el esplendor de lo real.
 Lo real, en contraposición con la realidad, es informe, discontinuo, 
vive debajo de las sombras y su despertar es el trueno. Lo real sucede. Y
 sigue sus propias reglas, coincidan o no con las que la realidad ha 
pretendido fijar. Lo real es la materia oscura que irrumpe en la 
realidad atacándola (3). No es necesario aquí llegar muy lejos en la 
cuestión de ejemplos: la irrupción de la muerte significa siempre el 
alumbramiento de lo real. Ante el inmovilismo en el que nuestras mentes 
parecen discurrir más o menos confiadas en su inmortalidad, o al menos 
en su no-fin, la muerte, que es real hasta la saturación completa, 
siempre acaba apareciendo para destruir este estado mental. La realidad 
flota frente a nosotros mientras lo real nos atraviesa violentamente 
exigiendo sus derechos al trono.
Así, el amor-pasión, la poesía en su 
manifestaciones más directas o la ya mencionada muerte, son estados que 
la realidad tiende a negar al considerarlos demasiado inquietantes, 
demasiado cargados de preguntas complicadas y farragosas consecuencias. 
No obstante, poseen tal grado de presencia cuando se manifiestan que, se
 quiera o no, siempre encuentran una puerta o una ventana para llegar al
 exterior y modificarlo. Pues lo real tiene predilección por el 
accidente para hacerse visible y, en las condiciones actuales de la 
sociedades más o menos desarrolladas, lo real siempre es el accidente, y
 los accidentes, se quiera o no, son inevitables, ocurrirán. No son 
fallos del sistema, son el devenir mismo del sistema que los contiene de
 forma explícita desde el mismo momento en que se constituye como tal.
Actualmente, los mecanismos de la realidad han 
desarrollado un complejo sistema de asimilación de la necesidad 
imperiosa que el ser humano posee de estos accidentes, hacia los que se 
vuelca para calmar la sed que le provoca la realidad. El sistema 
espectacular, en su última vuelta de tuerca, ha diseñado sus armas para 
poner a producir también esta necesidad de lo real. Se ofrecen los 
acontecimientos espectaculares, creados a partir de la ficción, como 
accesos a esa experiencia intensificadora que el hombre necesita para 
elevar su existencia al grado de vida. El caso más grotesco de esta 
colonización total se puede ejemplificar, a mi entender, en los 
comentarios que espectadores de todo el mundo hicieron ante el 
acontecimiento del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. Por aquel 
entonces muchos afirmaron que lo que estaban viendo “parecía una 
película”. De esta forma es como el espectáculo se ha convertido en lo 
real verdadero para millones de seres del planeta, acostumbrados como 
están a que las cosas pasen sólo en las películas.
Sin embargo, lo real continúa existiendo, forma 
parte constitucional de la existencia y su ocultación, tarde o temprano,
 acaba pasando factura. Cuanto más alejado se encuentra uno de la 
experiencia de lo real, cuanto más se encuentra mediatizado por la 
realidad, más violento es el choque con su aparición que siempre acaba 
produciéndose en el espacio una vida. La realidad demanda, exige, que 
nada la turbe, que nada la espante, y parece evidente que la aparición 
violenta y traumática de lo real no es sino consecuencia de esta rigidez
 de la realidad, que no le permite hoy en día otra vía para su 
manifestación, a no ser que esté adulterada fatalmente por su futuro 
rendimiento económico.
De la misma forma, aquello que aún habita en las 
cavernas interiores del ser, no por ser ocultado ha dejado de existir. 
Por encima y por debajo del intento de construcción de la personalidad 
individual, centrada en la aparición del YO como sujeto único, 
claramente identificado y consciente, reptan todos los espacios de 
indeterminación en los que la personalidad creada se ve atacada por 
aquello que surge de ella sin verdadero control y con total poder sobre 
el individuo. Ciertamente, los logros de siglos de educación 
racionalista y religiosa han logrado grandes triunfos. La narración, a 
través de las cadenas que el propio lenguaje extiende sobre el 
pensamiento, ha triunfado aparentemente para adaptar al hombre a lo 
civilizado permitiendo así mantener el sistema operativo sobre el que 
descansa su economía y desde el que se dictamina qué debe entrar a 
formar parte de la realidad (en este caso la personalidad), que no es 
más que aquello que la fortalezca o que, al menos, no la perturbe (4). 
El comportamiento instintivo, el deseo violento (sexual o no), hasta la 
misma risa como fuente de placer o medio de ataque forman parte de estos
 supuestos problemas.
Toda esta represión, que se produce tanto a nivel 
social mediante la legislación represiva y la eliminación progresiva de 
alternativas, como a nivel psicológico a través del pequeño agente de 
policía que la educación ha depositado en cada uno de los cerebros, no 
tiene visos de relajarse, aunque de vez en cuando se permita el lujo de 
cambiar de objeto con el correr de los tiempos. Su función, ya lo 
dije, es mantener el sistema tal y como está, y sobre todo, 
facilitar el acceso de las conciencias individuales al sistema de 
opresión perfeccionando sus métodos para llegar a conseguir que sea el 
propio individuo el que acepte de buena gana esta opresión que se le 
ejerce. Pero en ocasiones, en momentos muy determinados en el tiempo, 
este sistema se quiebra, y suele ser en aquellos momentos en los que la 
tensión desborda al individuo que este encuentra sus propios caminos 
para dar respuesta a lo que le oprime. Porque el sistema ha hecho más 
hincapié que en ningún sitio, primero reprimiéndolas y ahora poniéndolas
 a producir, en aquellas parcelas que más pueden atacarle. Así el 
erotismo, por ejemplo, ha pasado a formar parte, no ya de la experiencia
 puramente privada, tal y como debe ser (5), sino de una experiencia 
carcelaria en la que dispondría de sus momentos apropiados, claramente 
dispuestos en el espacio del tiempo para no perturbar el continuo 
discurrir de la actividad, y en el que su cumplimiento dependería 
siempre de su estatus de fuego controlado. Ante esto, el ser 
humano siente la necesidad mil veces repetida de franquear ese espacio 
cuando su deseo se manifiesta como una verdad incontestable ante la que 
toda realidad, toda guía de conducta, tiende a desvanecerse ante los 
propios ojos asombrados del que siente. Así, la experiencia del deseo y 
del amor puede, según los bienpensantes, arruinar una vida, es 
decir, quebrar los parámetros que la realidad había designado, a priori,
 para ella. Lo que se gana o se pierde en esta operación está 
suficientemente claro para aquél que se deja arrastrar. 
Igualmente, basta comprobar, por ejemplo, como los 
poderes del sueño pueden afectar a una vida para comenzar a vislumbrar 
la capacidad que el hombre continúa teniendo para re-encantarse a sí 
mismo gracias al propio cuestionamiento de la realidad que surge a 
través de él sin una premeditación (llamémosla así) civilizada. Cómo, en
 el interior más o menos abisal de su pensamiento, reside todavía un 
afán de revuelta contra las condiciones que se le han impuesto desde el 
exterior injustificadamente, y de cómo este afán le sobreviene desde una
 zona harto difícil de concretar. No son pocas las personas que han 
sentido como un sueño cambiaba su vida, un sueño en el que la imagen 
mental de la propia personalidad saltaba en mil pedazos, un sueño cuyo 
recuerdo se volverá recurrente a lo largo del espacio de una vida, y que
 nunca acabará de plantear una pregunta para la que el soñador cree 
conocer la respuesta de antemano aunque tampoco la consiga articular de 
forma coherente. Si el soñador está convenientemente adiestrado, 
convendrá que los sueños, en definitiva, sueños son. Si por fortuna sus 
condicionamientos mentales se encuentran en una órbita distinta, 
analizará su experiencia y, en las medida de sus posibilidades, actuará en consecuencia.
De esta forma, parece evidente que los esfuerzos de la represión sobre este tipo de comportamiento real, engarzado por pura necesidad en lo salvaje,
 han sido innumerables, y que han tenido un éxito incuestionable, pero 
conviene tener en cuenta que el hombre se ha civilizado durante muy poco
 tiempo si observamos su verdadera historia sobre la faz de la tierra y 
el lapso de tiempo en el que se ha consolidado su civilización. Los 
recursos siguen estando ahí, dormidos pero no perdidos, y el accidente 
siempre ocurre cuando el ser humano se descubre a sí mismo desarrollando
 una conducta inesperada. La presión no se puede mantener 
indefinidamente sin que la válvula estalle. Y es en esos momentos en los
 que la realidad se muestra insuficiente para contener a lo real, en los
 que la verdad desborda el espacio mental, que el ser humano busca en su
 interior las otras armas de las que posee para dar una verdadera
 respuesta a lo que le domina, al espanto de la presencia descarnada. El
 recurso a la revuelta, físicamente violenta o no, pasa entonces de ser 
una actividad más o menos intelectualizada o ideologizada para mostrarse
 como un brote discontinuo de una actitud que resulta a fin de cuentas 
inclasificable pero que en la lógica de su locura desafía toda 
concepción previa que pudiéramos tener respecto a su aparición. Sería 
demasiado ingenuo pensar que 3000 años de historia han acabado 
definitivamente con estos estados si tenemos en cuenta la duración de la
 estancia del hombre sobre la faz de tierra (6). Este arsenal de 
comportamiento real, no civilizado, e intrínsecamente emancipador al 
surgir de la confrontación contra aquello que lo intenta eliminar, 
continúa intacto para todos, no sólo para una minoría radicalizada. A 
decir verdad, es más que discutible que esta minoría sea la que de el 
primer paso a lo imprevisto. Más bien todo lleva a pensar que estos 
acontecimientos suelen sorprenderlos, desconcertarlos, teniendo que 
ponerse al día rápidamente y a trompicones (7).
Así pues, ya que lo real existe, ya que la realidad
 no es más que una parte de aquello que supone el fondo abisal del ser 
humano y de su sociedad, en el que éste puede encontrar medios abruptos 
para hacer frente a lo que le domina, no resultará vana la intención de 
abrir la puerta a todas esas cumbres de frío que forman los estados más 
preciosos de la existencia del hombre. La búsqueda de la surrealidad 
nunca ha querido otra cosa, pues no se trata de buscar la enajenación en
 lo salvaje, lo instintivo o lo irracional, sino de convocar a la 
realidad, en la medida de lo posible, a todos estos estados de la 
existencia humana de los que hablo. Se trata de construir nuestra morada
 en mitad del puente (8), pero no para domesticar estos aspectos del 
comportamiento humano, ni tampoco, y esto debe ser entendido 
explícitamente, para subordinar toda acción individual y colectiva en la
 búsqueda de estos estados como nuevas piedras filosófales de la lucha 
contra la dominación, sino para mantener abiertas todas las puertas que 
permiten la entrada libre de lo oscuro inmediato acercando al ser
 al establecimiento de una relación más amplia y completa con aquello 
que forma parte de él, con aquello que lo lanza al paraje tormentoso del
 deseo en el que las respuestas de la realidad se revelan insuficientes.
 La reducción máxima del trauma que supone la aparición de lo real y su 
asimilación de una forma no-negativa. O más concretamente: volver a 
poner a disposición del ser humano todas las fuerzas, que son suyas por 
derecho de nacimiento, en la lucha por alcanzar una vida más completa y 
verdadera, una verdadera vida, en una sociedad nueva.
Julio Monteverde.
Publicado originalmente en la revista Salamandra 15-16
Notas:
1. Un observador apresurado podría argumentar aquí,
 que en realidad, la sociedad del espectáculo es también la sociedad del
 cambio permanente. Pero no conviene confundirse sobre esto, los cambios
 que a toda velocidad se nos imponen (la moda, por ejemplo) son 
perfectamente inocuos, y más tienen que ver con la necesidad de que todo
 siga igual al presentarse como golosinas que aplacan la necesidad de 
huida hacia otro espacio vital. En realidad estos cambios no son sino 
variaciones infinitas de un mismo vacío.
2. Esta expresión, como puede fácilmente adivinarse, es un reflejo del famoso contrato social
 de Rousseau. Ahora bien, todos los defectos del término acuñado por el 
filósofo francés pueden aplicársele igualmente, sobre todo este, ya 
detectado por la crítica marxista en su día: que no se trata de un 
contrato firmado libremente por ambas partes, sino impuesto por una 
parte a la otra, que se arroga el poder de hacerlo cumplir y de cambiar 
sus cláusulas según sus necesidades históricas.
3. Este concepto de lo real está relacionado directamente, al menos en mi esquema, con la experiencia soberana de Bataille, entendida como momento vital sin otra finalidad que él mismo, que se nutre de sí y revierte en sí; y con la verdadera vida
 de Rimbaud, concepto poético que me parece suficientemente literal en 
todos sus sentidos y que por lo tanto no me detendré a explicar.
4. La confrontación egoísta, el ataque salvaje 
hacía el otro, están plenamente justificados en el mundo empresarial si 
con ello se consiguen los réditos económicos deseados. Si los mismos 
ejecutivos tienen a gala denominarse “tiburones”, no encuentran ningún 
impedimento moral en que su conducta sea depredadora, salvaje y 
destructiva hasta un nivel prehumano más propio de verdaderos animales 
salvajes que de supuestos seres civilizados instalados en el centro 
mismo de un sistema que se denomina a sí mismo racional.
5. Sobre esta afirmación, en apariencia arbitraria,
 el lector podrá encontrar un desarrollo adecuado en el texto de Antonio
 Ramírez, Regreso al subterráneo, o el erotismo reconquistado, publicado
 en el número 13-14 de Salamandra con el que me muestro en perfecto 
acuerdo.
6. La revuelta es, en gran parte de las ocasiones, 
un acto espontáneo, salvaje, que surge sin verdadera articulación. 
Conviene recordar que las revueltas (las campesinas, por ejemplo) suelen
 ser el inicio de las revoluciones, llevadas a cabo como segundo 
movimiento de este acontecimiento, pero sin el que no pueden ponerse 
realmente en marcha. Está de más ahondar en la importancia que por tanto
 tiene este comportamiento no reglado, discontinuo, en el futuro de toda
 revolución.
7. Obsérvese por ejemplo el desconcierto que 
produjeron acontecimientos como mayo del 68 o la caída del Muro de 
Berlín, acontecimientos que ningún intelectual radical había siquiera 
vislumbrado y sobre los que las explicaciones aún resultan confusas y 
dispares si se intenta eliminar cualquier referencia a lo fortuito.
8. Ese puente en el que a un lado permanece lo conocido, y al otro, al cruzarlo, los fantasmas salen a nuestro encuentro.