El dinero no es
imaginario: parece ser tan objetivo como un muro de hormigón, pero esta
objetividad es social. No tiene nada que ver con la forma sólida de las
monedas, sino en última instancia con la solidaridad de la burguesía.
Cuando la sociedad es burguesa, el poder del dinero equivale al poder
concentrado de la burguesía. El cadáver de Marx ha vuelto como un
aparecido para atormentarnos en el presente.
La tan cacareada
‘inmaterialidad’ del dinero no afecta a aquellos que nunca tienen
suficiente para sus necesidades. Si no existe tal cosa, ¿cómo puede
estar distribuida tan desigualmente? Su presencia fantasmagórica espanta
a todos los que no pueden comprender su funcionamiento, es decir, a
casi todo el mundo incluyendo a los supuestos expertos. Su ausencia
fantasmal está provocando actualmente la misma consternación (¿dónde ha
ido a parar?). Cualquiera que se tome en serio la idea de que el dinero
‘no tiene sustancia’, o que finja hacerlo, nunca podrá comprender el
capitalismo, porque toda la gente actúa exactamente de la forma opuesta:
esta sociedad se imagina que el dinero es la única cosa realmente vital
de la que depende el resto de la creación, pues al convertirse en la
vara de medir general se ha vuelto más importante que las cosas que
mide. No es ilusión, la locura es que haya que darse cuenta de que es
demasiado real.
La burguesía, además
de engañarse a sí misma, siempre ha segregado una serie de
mistificaciones grotescas acerca de la naturaleza del dinero y su
dominación sobre la sociedad que está atada a él. Lo fundamental de
estas mistificaciones es que todo tiene que ver con la confianza.
Es típico de la necesidad burguesa el disolver la realidad (social) del
poder en abstracciones (mentales) vacías como ‘creencia’ o ‘fe’, con lo
que se evitan los temas importante y se pretende que su dominación es
una pura ilusión, o que los problemas financieros son culpa de todo el
mundo menos de ellos. Pero debería resultar obvio que el dinero tiene
que ver más que nada con la ausencia de confianza. Si el dinero estuviera basado únicamente en la confianza, uno debe preguntarse: “¿Confianza en qué?” y “¿Cuál es la base de dicha confianza?”
Puede que la burguesía necesite creer
en el valor de su propiedad, pero el resto de nosotros no podemos
permitirnos entretenernos con tales ilusiones. Estas mentes empobrecidas
deben estar perseguidas por el temor de que todo lo que ‘poseen’ debe
desaparecer porque debe ser constantemente arrojado a la caldera de la
‘inversión’ para reproducir y expandir su valor. El beneficio pertenece
legalmente al capital como un ‘derecho’, pero el interés pertenece al
capital como su propia sustancia, sin mediación de ley o moralidad.
La realidad del dinero
se deriva en última instancia de su habilidad para imponer el trabajo a
la gente. Esto no tiene nada que ver con la creencia en la cantidad de
‘bienes’ de los cuales cualquier cantidad podría significar un
equivalente. Los objetos de intercambio empleados (metal, abalorios,
papel) no son la sustancia del dinero; son todas representaciones del
dinero, que de ningún modo existen ‘en la mente’, sino en la realidad de
nuestras relaciones sociales. Al final de la cadena de valores de
intercambio, el dinero debe ‘cambiarse’ por trabajo humano.
Los pensadores y
portavoces intelectuales de la burguesía siempre han alimentado la
ilusión de que el dinero no existe más allá del éter del ciberespacio.
Incluso la crítica más perspicaz cae en falsas ilusiones estudiantiles
de que su ‘sustancia’ se encuentra solamente en la forma digital de las
cuentas computerizadas. También se podría decir que el poder de la
policía ‘es sólo mental’, simplemente porque es en el cerebro donde se
localiza la obediencia. ¿Así que las balas solamente matan a aquellos
que creen en sus efectos?
Este idealismo
incorregible encuentra su hogar natural en el mundo angloparlante, donde
se ha mezclado con el tradicional empirismo vulgar, según el cual nada
es ‘real’ a no ser que pueda verse, oírse, sentirse o de algún modo
experimentado por el sujeto individual. El empirismo es, contrariamente a
la ortodoxia oficial, toda una ideología subjetivista que no es
‘materialista’ en ningún sentido. El empirismo no puede abarcar la
realidad social en absoluto, porque las relaciones sociales no son ni
visibles ni tangibles. No obstante, nacemos, somos alimentados y
vestidos a causa de las relaciones sociales y, de la misma forma, las
relaciones sociales pueden hacer que los seres humanos se maten o mueran
de hambre. Por lo tanto, el hecho de que mi dinero las haga reales
–desgraciadamente demasiado reales- y de que ellos finjan que no existen
es el culmen de la estupidez burguesa. El capital es una relación
social, como lo es el dinero, que es una relación social en forma de una ‘cosa’.
El dinero y la mercancía es lo que Marx denomina “sensible-suprasensible”; como formas sociales su realidad es diferente de su forma de apariencia.
Como cosas, pueden ser cuantificadas, pesadas y medidas, pero no hay
instrumento de medida capaz de decir cuánto ‘valor’ representan mejor de
lo que uno podría ‘oler’ el significado de una palabra por el papel
sobre el que está escrita. No se puede comprar comida de la Naturaleza, y sin embargo gran parte de la burguesía podría imaginar que el comercio puede tener lugar sin la producción.
Cuando Nietzsche situó
de forma notable el origen del concepto de culpa moral en una relación
de deuda (económica) primordial, no estaba sólo etimológicamente
equivocado; tenía la genealogía vuelta del revés. Es la categoría de la
deuda la que se deriva de una obligación moral arcaica que no tiene nada
de individualista o de capitalista, y que todavía obsesiona a las
relaciones económicas actuales.
La ‘fuerza’ misteriosa
que nos obliga a devolver el dinero que está ‘poseído’ incluso a los
muertos, e incluso a entidades ficticias, es la mayor de las
supersticiones. Cuando esa devolución aumenta con ‘intereses’ según una
‘tasa’ proporcional sobre una cantidad de capital, la realidad
supranatural se esconde tras la ilusión de la obviedad aritmética. Lo
que se deduce del lado izquierdo de un signo de igual debe ser deducido del derecho. La magia de los números negativos (lo que ahora se llama deuda tóxica)
que se venden como activos positivos no es nada nuevo. Lo único que es
nuevo es la credulidad de las instituciones públicas para conjurar
trucos que ni siquiera se creen los niños pequeños.
De hecho, últimamente
se ha oído hablar mucho acerca de la ‘deuda tóxica’. Esto sólo muestra
que las mismas supersticiones que se extendieron durante la Muerte Negra
(esas plagas son castigos divinos que se curan mediante oración y
penitencia) no han cambiado. El punto de vista oficial es que una deuda
tóxica es dinero que no puede ser devuelto. En realidad, son los
préstamos los que no son válidos (debería ser llamado crédito tóxico) ya
que lo que se ha prestado no existe. Cuando los bancos hacen préstamos treinta veces mayores que lo que tienen en sus arcas o en sus depósitos, están defraudando al usuario; están fingiendo
tener algo que en realidad es imaginario. Al mismo tiempo están
esperando que el destinatario pague (con intereses) algo que nunca ha
recibido, porque fue todo un fraude. Una deuda tóxica es por lo tanto un
nombre engañoso para un préstamo falaz; pero los bancos han convencido a
todo el mundo (incluyendo a los gobiernos) para que les “devuelvan” un
dinero que nos hicieron creer falsamente que era suyo.
¿De dónde proviene
este poder del dinero? El dinero concentrado como un fin en sí mismo se
convierte en Capital, que es la subjetividad ilusoria del objeto que se
vuelve socialmente real. El Capital es el Espíritu Absoluto hegeliano:
el deseo colectivo incorpóreo de la especie al completo, cuyo imponente
poder mágico ha sido confiado precisamente a las personas que no
comprenden nada de nada de la vida más allá de las relaciones
aritméticas. El Capital es escaso para la clase capitalista, es decir,
la clase que vive por completo en un mundo absolutamente alienado.
El mundo hoy en día está gobernado por un tipo gente que son como los famosos idiotas espabilados
de los que hablaba R. S. Scorer, extremadamente inteligentes cuando se
trata de calcular racionalmente sus propias ventajas, pero rematadamente
imbéciles a la hora de comprender su verdadero lugar en el mundo. Como
viven en un mundo en el que todo puede ser comprado y vendido, su forma
de actuar se basa en la creencia inconsciente de que cuando este planeta
haya sido envenenado irreversiblemente, ya habrá otro disponible en
venta. Más aún, tienen todo el poder para destruirlo, pero son
extrañamente incapaces de evitar su destrucción. Su inteligencia se
limita a saber que pueden chantajear cualquier fuerza social, incluyendo
a los gobiernos que se pliegan a su voluntad. Nos recuerdan lo
importantes que son sus ‘funciones’ financieras, como si toda la
civilización humana dependiera de ellos. Exigen libertad absoluta sin
restricciones legales, porque se imaginan que cualquier cosa que sea
buena es el resultado de la magia de su ‘mercado libre’. Chillan como
cerdos cuando se les impone la ‘regulación’, mientras extienden una red
sofocante de vigilancia y de ‘contabilidad’ micro-directiva sobre
millones de seres inferiores. Piden libertad para hacer sus negocios en
nombre de la ‘empresa’ y se niegan categóricamente a desvelar los
secretos de su “magia”, mientras en todo momento imponen un régimen
atrofiante de cálculo y objetivos en nombre del ‘valor del dinero’.
El dinero está siempre
intentando extirpar lo maravilloso de los objetos para reemplazarlo con
su propia aura falsa. Una etiqueta de precio es el ‘suplemento obsceno’
de toda mercancía; cuanto mayor es el número, más escondido está. La
universalización del valor de cambio, que es su razón de ser,
ha extendido esta plaga de abstracción hasta cada esquina del mundo: un
logro histórico más reciente de lo que normalmente se supone. Pero no
puede conseguir una dominación total a largo plazo sin destruir a su
huésped. Puede que sea posible corromper la mente humana con sus
desencantamientos miserables, pero la naturaleza (y el Inconsciente)
está siempre sublimadamente fuera de alcance. El dinero está siempre en
movimiento, como pisándose los talones por miedo a que, si se queda
parado, incluso por un instante, perderá la magia que le ha extraído a
las cosas con el pretexto de hacerlas circular por todo el globo. Los
huracanes, las inundaciones y los terremotos desprecian sus ardides, y
lo mismo hacen nuestros sueños. Si el ser humano fracasa en su
liberación de la utopía monomaníaca del dinero, estaremos perdidos.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.