sábado, 28 de diciembre de 2013

El foro NIHILISMO permanecerá cerrado

 El foro NIHILISMO va a permanecer inaccesible hasta nuevo aviso. Sin embargo los que lo deseen pueden registrarse para que, cuando vuelva a estar activo, puedan recibir el aviso de la reapertura en su email.


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martes, 10 de diciembre de 2013

Revista NADA nº4















Del nuevo ídolo
NIETZSCHE

La sociedad como negación
Máximo Eléutheros

Sissí, la emperatriz nihilista
Trinidad de LEÓN

Les appélistes
Volianihil y Luis Besan

Sofia Kovalevskaya:
matemática y nihilista
M.R.

Luciano de Samósata o el placer de fustigar
Araceli de Bergerac

Los hombres que fueron poesía
Adriana Leverkühn

280 millones de años de nihilismo
C.O.

Nihilismo
KROPOTKIN

Què collons podem fer?
Acer de Gel

El nihilista preso
Juan Cruz

Revista nihilista

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jueves, 28 de noviembre de 2013

LA VERDADERA RELIGIÓN


Nadie sabe en qué mundo vivimos. Nadie comprende cómo funciona en realidad un conjunto tan grande y variado como es la humanidad. Sin embargo, existe un sistema que organiza, dirige y decide sobre lo humano. Es la verdadera religión y su dios, el Dinero.


A semejanza de cultos anteriores que se extendieron a lo largo y ancho de la Tierra. Esta nueva religión posee las escrituras, los templos, los profetas y todos los elementos indispensables para subyugar al creyente pero, a diferencia de creencias anteriores, es mucho más poderosa. Ha comprendido que es necesario que los creyentes piensen que pueden formar parte de la historia y participar en su construcción, para ello ha enmendado uno de los mayores errores de otras religiones. La recompensa no viene tras la muerte, muy al contrario, en esta religión no existe el mañana, sólo el ahora mismo. Esto aumenta exponencialmente la cantidad de creyentes que se dedican a fondo a seguir las enseñanzas con tal de conquistar su ansiada recompensa.

La Sagrada Escritura se llama teoría del capitalismo y en ella se detalla el funcionamiento de una sociedad basada en la fe al dinero. Como todo texto sagrado, no requiere de comprensión por parte de los creyentes sino de ciega aceptación de las enseñanzas que los pontífices nos regalan en grandes discursos. Los altos sacerdotes de esta religión también se reúnen en cónclaves multitudinarios y se agrupan de diversas maneras: FMI, BM, OMC, BDI, BCE, Reserva Federal... De estos encuentros salen las órdenes que son transmitidas al clero regular, a quienes conocemos como políticos. Y son estos políticos quienes, a través de sus propios apóstoles, sus mensajeros y difusores de la obra divina, como son los medios de comunicación, nos transmiten los designios inescrutables del capital y nosotros, los creyentes, aceptamos y acatamos. Obviamente, no tienen suficiente con la mera transmisión del mensaje divino, para que éste se acepte y se acate sin más, necesitan que el terreno esté abonado, es decir, que la mente humana esté totalmente moldeada por la nueva fe. Para ello disponen del sistema educativo, una maquinaria perfectamente engrasada y capaz de fabricar a creyentes en la adoración del dinero a una velocidad de vértigo.


Por supuesto, esta religión también tiene sus preceptos, sus figuras mágicas y sus milagros.

Al igual que otras religiones más minoritarias se fundamenta en unos mandamientos o preceptos imprescindibles que se resumen en dos:

- Amarás la propiedad privada por encima de todo.

- Santificarás el beneficio en cualquier ámbito de tu existencia.

Estos dos mandamientos justifican por sí solos las mayores atrocidades y barbaridades que podamos imaginar. En su nombre se mata, se depreda, se violenta y se aniquila todo lo que se encuentre a nuestro alcance. Se justifica cualquier acción encaminada a cumplir estos mandamientos, sin importar cuántas vidas pueda costar ni cuánto dolor llegue a causar.

Aquí también encontramos una figura mágica como la santísima trinidad del caso cristiano. En este caso nos encontramos ante el binomio todopoderoso: el Estado y el Capital. Una sola figura cuando así conviene y figuras separadas si es lo mejor para el desarrollo de la fe.

De milagros esta religión anda sobrada, pero por seguir con la analogía cristiana podemos nombrar uno que a su lado la multiplicación de los panes y los peces queda como un juego de niños: se llama moneda de curso legal y el sistema de la reserva fraccionaria.

En lugar de un templo por comunidad, los altos jerarcas han dispuesto docenas: los han llamado centros comerciales, centros de ocio, ciudades de descanso, etc… Además a modo de confesionarios disponen de innumerables sucursales bancarias que tienen abiertas sus puertas gran cantidad de horas al día. Allí se puede tener un contacto más directo con la divinidad y de paso reforzar la creencia de que se forma parte del plan maestro, así como demostrar el fervor solicitando más y más contacto con Dios. Para los inconformistas que necesitan expresar su devoción a todas horas han dispuesto los cajeros automáticos que, día a día, aumentan sus prestaciones para que todos podamos dar rienda suelta a nuestra fe (incluso para que aquellos que no estén dispuestos a asumir su condición de creyentes, los tengan allí preparados para ser quemados o arrasados). Si aún así necesitamos demostrar al resto que somos más creyentes que ellos, la jerarquía religiosa a puesto a nuestra disposición unas estampitas milagrosas llamadas tarjetas de crédito listas para ser exhibidas en cualquier momento y situación.

Así la verdadera religión se impone al resto haciéndolas sucumbir ante su poderoso empuje y el arrollador poder terrenal frente a lo etéreo del resto de aspirantes al título de verdadera religión.

Frente a esta realidad, como viene siendo costumbre, la respuesta es absolutamente pírrica y equivocada. Se focaliza la atención en un concepto como el de laicismo (Doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa) y se vuelca, sobre todo, en una lucha tan estéril como la de eliminar la enseñanza de religión en el sistema educativo. Si fuéramos mínimamente serios y rigurosos en el análisis de la situación lo que querríamos eliminar sería el propio sistema educativo tal y como lo conocemos, ya que no es otra cosa que una institución impregnada hasta la médula de las enseñanzas de la verdadera religión.

Esto mismo vale para cualquier decisión tomada desde el aparato político oficial (como hemos dicho el Estado forma parte del binomio fundamental de esta religión) sólo hay que ver qué criterios de valoración y ejecución se siguen para cualquier cosa: ¿es viable económicamente un hospital? (como si eso fuera lo importante) ¿podemos permitirnos un sistema de pensiones? (pues matemos a los pensionistas ya que parece que lo importante es si económicamente es interesante mantener el sistema) y así con cualquier decisión que se os ocurra.

Así pues, volviendo a la definición de laicismo. Si de verdad queremos, tanto a nivel individual como colectivo, vivir de forma independiente de cualquier organización o confesión religiosa, sólo nos queda atacar los pilares fundamentales de esta verdadera religión que tiene un alcance global. Cuestionar y destruir sus preceptos básicos es la tarea fundamental y, para ello, no podemos olvidar toda la estructura formada a su alrededor con la misión de legitimar tan asqueroso y criminal orden del mundo. Al tiempo, debemos esforzarnos en pensar, construir y poner en marcha las alternativas a todo ello.

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lunes, 30 de septiembre de 2013

La mente, una fábrica de recuerdos falsos


Memoria
La memoria humana se adapta y se moldea para ajustarse al mundo, y para ello es capaz de crear falsos recuerdos. Todos creamos recuerdos imaginados, y el artista británico Alasdair Hopwood se ha propuesto recopilar y mostrar una colección de ellos.


Durante el último año, Hopwood le pidió a la gente que contribuyera con anécdotas de recuerdos falsos que él luego convirtió en representaciones artísticas.

Y las historias que recibió van desde alguien que recuerda haberse comido un ratón vivo a quien recuerda cómo voló cuando era niño.

Uno de los participantes contó que estaba convencido erróneamente de que la hermana de su novia había muerto en el consultorio del dentista. Tan firme era esta idea que mantuvo en secreto todas sus propias visitas al odontólogo.

Así lo cuenta: "Un día, durante la cena, ella dijo que iba a ir al dentista la siguiente semana. Se hizo silencio en la mesa, y mi madre dijo que debía ser duro para ella luego de lo que le había pasado a su hermana". Y esto bastó para convencerlo.

Pero este no es un caso excepcional. Los neurocientíficos dicen que muchos de nuestros recuerdos cotidianos están falsamente reconstruidos porque nuestra visión del mundo cambia constantemente.

Trucos de la imaginación

Las pistas que pueden dirigir nuestros recuerdos en la dirección equivocada son sutiles.

Elizabeth Loftus mostró en 1994 en un célebre experimento que era capaz de convencer a una cuarta parte de los participantes de que se habían perdido en un centro comercial cuando eran pequeños.

En otra prueba similar en 2002 se logró convencer a la mitad de los participantes que habían volado en globo en la infancia con el simple truco de mostrarles "evidencias" fotográficas manipuladas.

Falsos recuerdos
Varias personas "recordaron" que se habían perdido de niños por una imagen trucada.
La psicóloga Kimberley Wade estuvo detrás de este trabajo en la Universidad de Warwick, en Reino Unido.

Para su proyecto, Hopwood le pidió Wade que hiciera un viaje real en globo aerostático, y las imágenes de ese vuelo ahora se exhiben con el resto de falsos de recuerdos recopilados y recreados por el artista para The False Memory Archive (Archivo de falsos recuerdos), una muestra que tiene lugar en Penzance, Reino Unido.

"He estado estudiando la memoria por más de una década, y aún me parece increíble que la imaginación pueda engañarnos para que pensemos que hicimos algo que nunca hicimos e impulsarnos a crear recuerdos ilusorios tan convincentes", dice Kimberley Wade.

La razón de que los recuerdos sean tan maleables es simplemente que hay demasiada información para absorber, explica la psicóloga.

"Nuestro sistemas preceptivos no pueden notar absolutamente todo de nuestro entorno. Recibimos información a través de todos nuestros sentidos pero hay huecos", añade.

"Así que cuando recordamos un evento, lo que hace nuestra memoria es rellenar esos huecos con lo que sabemos sobre el mundo".

Perder las llaves

La mayor parte de los recuerdos falsos se refieren a situaciones cotidianas sin consecuencias reales, a excepción de las discusiones ocasionales sobre cosas triviales del tipo quién perdió las llaves.

Pero a veces, los recuerdos ilusorios pueden tener ramificaciones serias. El Proyecto Inocente (The Innocent Project), de Estados Unidos, ha elaborado una lista de personas que han sido absueltas tras lograr la anulación de identificaciones incorrectas por parte de testigos oculares.

El experto Christopher French, de la Universidad de Goldsmiths de Londres, dice que hay una falta de conciencia de lo poco confiable que es la memoria, especialmente en los sistemas legales.

"Aunque dentro de la psicología es una noción bien conocida y ampliamente aceptada por cualquiera que haya estudiado la bibliografía al respecto, no se conoce más generalmente en la sociedad", explica French.

Proyecto "Archivo de falsos recuerdos"
Otra foto manipulada convenció a algunas personas que habían volado en globo.
Aún hay gente que cree que la memoria actúa como una cámara de video, así como personas que aceptan la noción freudiana de la represión, que sugiere que cuando sucede algo terrible se empuja el recuerdo hacia las profundidades del subconsciente".

Sin embargo, sostiene el experto, las evidencias de recuerdos reprimidos no son muy sólidas.

French también estuvo involucrado en el proyecto de arte de Hopwood.

Al artista le fascina cómo las personas pueden estar tan convencidas de eventos completamente imaginarios.

"Lo interesante es que las contribuciones al proyecto se convirtieron en mini retratos (aunque de forma anónima) y a pesar de que lo único que sabes de esa persona es algo que en verdad no ocurrió. Así que allí hay una bonita paradoja que me atrae como artista", dice Hopwood.

Salvarnos del tigre

De acuerdo con otro investigador, los errores que comete la mente humana a veces tienen un propósito útil.

Sergio Della Sala, experto en neurociencia cognitiva de la Universidad de Edimburgo, en Reino Unido, lo explica de la siguiente manera.

Imagina que estás en la jungla y ves que la hierba se mueve. Lo más probable es que un humano entre en pánico y huya, ante la idea de que esté acechando un tigre.

Una computadora, sin embargo, puede calcular y deducir que en el 99% de las ocasiones es el viento el que produce el movimiento. Si nos comportáramos como computadoras, cuando de hecho hubiera un tigre, nos comería.

"El cerebro está preparado para equivocarse 99 veces y salvarnos del tigre. Y eso es porque no es una computadora. Funciona con suposiciones irracionales. Es proclive al error y necesita atajos", dice Della Sala.

Los falsos recuerdos, añade, son señales de un cerebro saludable. "Son subproductos de un sistema de memoria que funciona bien, que puede deducir muy rápido".

Melissa Hogenboom

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miércoles, 28 de agosto de 2013

Eterna autocreación y eterna autodestrucción

¿Y sabéis cómo se me aparece «el mundo»? ¿Queréis que os lo muestre en mi espejo? El mundo: un monstruo de fuerza, sin principio ni fin; una cantidad de fuerza constante, inmutable, que no aumenta ni disminuye, que no se consume, sino tan sólo se transforma, siempre idéntica en su totalidad; una economía sin gastos y sin pérdidas, mas asimismo sin aumentos, sin ganancias; encerrado dentro de sus límites, de ninguna manera fluctuante, disipado; no de extensión infinita, sino como fuerza determinada incorporado a un espacio determinado, y no a un espacio que en alguna parte sea un «vacío», sino estando presente en todas partes como fuerza; como juego de fuerzas y ondas de fuerza uno y múltiple a la vez; acreciendo aquí y, al mismo tiempo, decreciendo allá; un mar de fuerzas que se entrecruzan y se atraviesan en su caótico fluir; cambiando eternamente; retornando eternamente en ciclos inconmensurables a través de flujo y reflujo de sus plasmaciones, pasando de las más simples a las más complejas, de lo más quieto, lo más rígido, lo más frío a lo más ardiente, lo más fiero, lo más contradictorio, y luego regresando de la plétora, del juego de contradicciones, a lo simple, hasta el deleite del unísono, afirmándose aun en esta identidad de sus órbitas y años; bendiciéndose a sí mismo como lo que ha de retornar eternamente, como Devenir que no sabe de hartura, hastío ni cansancio-; este mi mundo dionisíaco de eterna autocreación y de eterna autodestrucción; este mi «más allá del bien y el mal» sin meta, a menos que la ventura de anillo sea una meta; sin voluntad, a menos que un anillo esté animado de buena voluntad hacia sí mismo; -¿queréis un nombre para este mundo? ¿Una clave para todos, sus enigmas? ¿Una luz también para vosotros, los más ocultos, los más fuertes, los más intrépidos, los más tenebrosos?- ¡Este mundo es la voluntad de poder -nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esta voluntad de poder -nada más!

NIETZSCHE, La voluntad de poder.

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jueves, 4 de julio de 2013

Manifiesto de las mujeres nihilistas (Francia -1883)


Que los hombres se entretengan parloteando sobre la Revolución, ¡que lo hagan! Las mujeres nihilistas, hartas de tanto aplazamiento, están determinadas a actuar. Pensando en la aniquilación de la burguesía, están listas para sacrificarlo todo por acelerar la realización de este proyecto, del odio inextinguible que las devora, sacarán todas las fuerzas necesarias para superar los obstáculos.

Pero como este grandioso proyecto no se puede realizar en un solo día, se tomarán su tiempo, optando por usar, preferente e intermitentemente, el envenenamiento con el fin de acabar más fácilmente con esa maldita calaña.

Las mujeres nihilistas compensarán su falta de conocimiento científico y trucos de laboratorio mezclando pequeñas dosis en la comida de sus explotadores, sustancias mortales disponibles para los pobres y fáciles de manejar para las mujeres más ignorantes e inexpertas.

Entre cientos de ingredientes con resultados indiscutibles, podemos mencionar: el extracto de plomo, que se consigue en un par de días si dejas perdigones o trozos de plomo en vinagre; trozos de carne podrida; o cicuta, que se suele confundir con el perejil y crece en cualquier parte, en zanjas y cunetas.

Al menos, les devolveremos a nuestros despreciables opresores algo de la maldad que nos dan ellos todos los días. Ya no apoyaremos más la tiranía felizmente sabiendo que la vida de nuestros enemigos está a nuestra merced… ¡Quieren ser los amos! Pues, ¡que sufran las consecuencias!

En los tres años de existencia de esta liga, cientos de familias burguesas han pagado el precio fatal, consumidas por misteriosas enfermedades que la medicina no puede definir ni evitar.

Manos a la obra, pues, todas ustedes, que están hartas de sufrir y que buscan un remedio a su miseria, ¡imiten a las mujeres nihilistas!


Fuente: Le Drapeau Noir  nº 4, 2 de septiembre de 1883, Lyón (Francia).

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miércoles, 15 de mayo de 2013

Revista NADA nº3



ÍNDICE

-Antimanifiesto Autodeterminista (Secta Nihilista)
-Acerca de la inocencia organizada (Adilkno)
-Idea del nihilismo (Diego Tatián)
-El origen de la vanidad (Víctor Macells Matas)
-NSK: Estado en el tiempo (IRWIN)
-La praxis: ¿primer motor inmóvil de la teleología?
(Javier Sampériz Serrat)
-El "orgullo" de ser español (J. J. Acha)
-ODIO EL TURISMO (Lansky)
-Cuando Jung topó con Nietzsche
-Blalla W. Hallmann: EL EMBAJADOR DEL ODIO
-Crátes: Cínico (Marcel Schwob)
-Arte poética (Nechayev)

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domingo, 5 de mayo de 2013

Sobre el Porvenir de Nuestras Escuelas - Friedrich Nietzsche

Estas conferencias escritas por Friedrich Nietzsche en 1872, a los veintisiete años, cuando era todavía profesor en Basilea, contienen algunas de las afirmaciones más radicales y revolucionarias contra el sistema de la cultura moderna.

La educación influye y trasciende la noción de escolaridad. La educación representa dos cosas, la lucha por el sentido y las relaciones de poder. La educación es donde el poder y la política adquieren una expresión fundamental, significados, deseos, idiomas y valores responden a la creencia más profunda sobre la naturaleza misma de lo que significa, ser, humano: soñar y luchar por una forma concreta de vida futura. Según Nietzsche, al perfeccionar los individuos, perfecciona también el grupo mejorando su calidad y el nivel social.

Durante siglos y siglos, entender por hombre de cultura al estudioso, y sólo al estudioso, se ha considerado sencillamente como algo evidente. Partiendo de la experiencia de nuestra época, difícilmente nos sentiremos impulsados hacia una aproximación tan ingenua. Efectivamente, hoy la explotación de un hombre a favor de las ciencias es el presupuesto aceptado por doquier sin vacilaciones. ¿Quién se pregunta todavía qué valor puede tener una ciencia, que devora como un vampiro a sus criaturas? La división del trabajo en las ciencias tiende prácticamente hacia el mismo objetivo, al que aspiran aquí y allá conscientemente las religiones, es decir, a una reducción de la cultura, o, mejor, a su aniquilación. Pero eso que para algunas religiones, con arreglo a su origen y a su historia, es una exigencia totalmente justificada, podría, en cambio, conducir a la ciencia a arrojarse en un momento determinado a las llamas.

La educación emerge de la unión de la crítica y la posibilidad, como indicador de cambio. El educador siente la necesidad de un compromiso donde la reflexión de la acción critica, desarrollen una profunda fe por humanizar la vida en sí Ahora hemos llegado ya hasta el extremo de que en todas las cuestiones generales de naturaleza seria -y, sobre todo, en los máximos problemas filosóficos- el hombre de ciencia, como tal, ya no puede tomar la palabra. En cambio, ese viscoso tejido conjuntivo que se ha introducido hoy entre las ciencias, es decir, el periodismo, cree que ese objetivo es de su competencia, y lo cumple con arreglo a su naturaleza, o sea -como su nombre indica- tratándolo como un trabajo a jornal. Las instituciones educativas en el siglo XXI tienen que armonizar críticamente con el medio, fortaleciendo la identidad de la persona, para que el alumno no se vea alterado y confundido entre lo que la escuela le da y lo que el mundo exterior a ella le ofrece y, a veces, le impone. Creemos que la institución educativa debe formar parte de los procesos, promover una actitud crítica y buscar una forma de llegar al alumno - interesarlo que no es lo mismo que divertirlo- para que este pueda conformar su identidad por sí mismo y no dejarse influenciar totalmente por los cambios.

En el periodismo confluyen las dos tendencias: en él se dan la mano la extensión de la cultura y la reducción de la cultura. El periódico se presenta incluso en lugar de la cultura, y quien abrigue todavía pretensiones culturales, aunque sea como estudioso, se apoya habitualmente en ese viscoso tejido conjuntivo, que establece las articulaciones entre todas las formas de la vida, todas las clases, todas las artes, todas las ciencias, y que es sólido y resistente como suele serlo precisamente el papel de periódico. El periódico culmina la auténtica corriente cultural de nuestra época, del mismo modo que el periodista -esclavo del momento presente- ha llegado a substituir al gran genio, el guía para todas las épocas, el que libera del presente.

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viernes, 12 de abril de 2013

La Secta del Perro: los primeros antisistema.



La humanidad tiene una gran deuda con la antigua Grecia. Heredamos de ella, entre otras cosas, gran parte de los cánones artísticos, la filosofía, el pensamiento científico y por supuesto, la democracia. En este atanor generatriz de nuevas tendencias, donde la polémica jugaba un papel predominante y las posturas filosóficas rivalizaban a diario en el ágora, es normal que surgieran también las primeras propuestas anti-sistema. No podría haber sido de otra forma.


Llamados “Cínicos”, este movimiento intelectual negaba los valores de la civilización; actuaban frente a las normas y convenciones; renegaban del consumo y la esclavitud de las cosas superfluas; Reivindicaban la libertad auténtica frente a cualquier institución familiar, social o moral y todo ello lo realizaban a la antigua usanza, desde una actitud activa que incluía sátiras, críticas, humor corrosivo y un comportamiento desvergonzado hasta el límite de lo grosero, incluso traspasándolo en algunas ocasiones. Una forma de vida al margen de convencionalismos pero en contacto continuo con los ciudadanos para convertirse en espejo de las hipocresías y contradicciones de los que viven en un sin vivir sometidos a las normas de la sociedad. Este comportamiento les ha hecho merecedores de entrar en gran cantidad de anecdotarios filosóficos. Hay que tener en cuenta que esta forma de vivir nace de una profunda convicción en postulados filosóficos y no es, ni mucho menos, un abandono de las costumbres por mera rebeldía.

Los cínicos son considerados como una de las escuelas menores, nacidas bajo la inspiración de Sócrates, que tras un momento de contemplación en el mercado ateniense, pronunció un axioma del que se harán valedores esta secta. “¡Cuántas cosas hay superfluas en la vida!”. Una sentencia que tiene mayor validez en el tiempo actual, en un mundo en el que todos somos víctimas del consumismo. Liberarse de esa esclavitud de lo superficial y prescindible se convirtió en un ideal de vida: la búsqueda de la “autarquía”, el gobierno de sí mismo, la suficiencia, ser verdaderamente libre; no atarse a cuantas cosas a nuestro alrededor nos convierten en sujetos; suprimir las cadenas de dependencias, deseos, miedos por perder y desvelos por conseguir.

Antístenes, fundador de la escuela, fue discípulo de Sócrates y se reunía con sus discípulos en un gimnasio ubicado en la plaza del “Perro ágil” (MARIAS, Julián. 1985). Ya sea por este hecho o por la similitud de su comportamiento desvergonzado con el del animal se les atribuyó, con cierto orgullo por su parte, el nombre de Cínicos. (κύων, κυνός, ‘perro’; de donde viene κυνικός , ‘propio de un perro’). (MACÍAS, Cristóbal)

Diógenes de Sínope es la figura más emblemática de este movimiento. Fue el primero en recibir el apelativo de perro y del que más leyendas se cuentan. Su ascética forma de vida en un barril o tinaja; la renuncia a todo utensilio después de ver a un niño beber de un arroyo en el cuenco de sus propias manos; el ser capaz de renunciar a cualquier cosa que el gran Alejandro le ofrecía, pidiendo simplemente que se apartase pues le tapaba el sol; y un sinfín de historias que se le atribuyen haciéndole merecedor de la fama y reputación del mayor representante del espíritu cínico.

Una de las características de todas las escuelas morales helenísticas —cínismo, epicureísmo, estoicismo y escepticismo—, es la menor elaboración teórica en beneficio de un carácter práctico y experimental. No se les puede acusar a los filósofos de la antigüedad de hipocresía y duplicidad, siendo fieles seguidores de sus propios planteamientos éticos.

El apogeo de estas escuelas coincide con la crisis de la polis y situaciones de cambio e inseguridad, que provocaron la búsqueda y el cultivo de una sabiduría práctica, como terapéutica del alma. Un camino para alcanzar la virtud, el bien y la felicidad. La actitud experimental es lo que mejor define y explica al Cinismo. Una especie de investigación con la propia vida que se tradujo en ascética de toda comodidad, renuncia a las comunidades, desvergüenza, desprecio de la opinión pública, oposición de los valores, anti-convencionalismo, desprecio de las riquezas y honores, etc. El cínico hace de su vida un ejemplo a la vez de experimento siempre fecundo y sorprendente. El ideal del cínico defiende la pobreza, oponiéndose al lujo y los bienes.

En ese total desapego de todo lo que no es propio se sienten similares a los dioses todopoderosos que nada necesitan y que en su suficiencia basan la perfección. Hay que quedarse con lo mínimo, lo imprescindible. Este desprecio a la propiedad privada se atempera con la idea de que todo en realidad le pertenece al sabio cínico, justificando un tipo de vida mendicante. “Puesto que los dioses lo poseen todo, los sabios son amigos de los dioses y lo de los amigos es común, todo pertenece también a los sabios” (Diógenes Laercio,VI, 37).

Persiguieron la autosuficiencia de medios de vida (autárkeia), la independencia de toda imposición social (eleuthería) y la liberación de las propias afecciones (apátheia). Alcanzando como culmen la imperturbabilidad ante las circunstancias (ataraxia). Está claro que tanto los fundamentos de la escuela cínica como las consecuencias de su forma de vida distan mucho de la actual posición de los movimientos anti-sistema, aunque tal vez para los “civilizados” de su tiempo como del nuestro, ambos movimientos llamaron y llaman la atención de las grietas de la sociedad, puesto que ya nadie puede poner en duda la crisis actual.

Víctor Vilar.

Bibliografía:
Copleston, Frederick Historia de la filosofía. Vol. I Grecia y Roma. Ariel.
García Gual, Carlos. La secta del perro. Alianza Editorial
Marías, Julián. Historia de la filosofía. Alianza Editorial

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miércoles, 13 de marzo de 2013

Nihilismo y rebelión: Camus lector de Stirner

El presente artículo trata de la relación entre rebelión y nihilismo a partir de la lectura que nos proporciona Albert Camus de El Único y su propiedad de Max Stirner. En este sentido, nuestra propuesta consistirá en formular una interpretación antitética a la camusiana del nihilismo stirneriano: enfocándose en los conceptos de revuelta metafísica y muerte de Dios desarrollados por el filósofo alemán, el presente trabajo quiere subrayar aquellos rasgos que conectan el nihilismo y la rebelión, considerando sobre todo las implicaciones morales que tal aproximación conlleva.

Un nihilista es un hombre que juzga que el mundo, tal como es, no debería existir, y que el mundo tal como debería ser, no existe; por consiguiente la existencia [...] no tiene sentido.
F. Nietzsche

El implacable Único en la lectura de Camus

Uno de los críticos más severos y lúcidos de Max Stirner ha sido sin duda Albert Camus; a pesar de que en su clásico El hombre rebelde dedique al filosofo alemán sólo unas pocas páginas (en el pasaje «La afirmación absoluta»), lo provee sin embargo de una importancia que vuelve como un eco a lo largo de toda su obra literaria: el «implacable Único» es, de hecho, según Camus, el iniciador de todo nihilismo extremo y satisfactorio [1]. Con El Único y su propiedad, Stirner habría despejado el terreno para la muerte no tanto de Dios, promesa ésta ya cumplida tras el Siglo de las Luces, sino de toda creencia en lo trascendente, inaugurando por lo tanto la fase más extrema y aterradora del nihilismo, es decir, la de la justificación del crimen, según la convicción de que:

La historia universal no es más que una larga ofensa al principio único que yo soy, principio vivo, concreto, victorioso, al que se ha querido doblegar bajo el yugo de abstracciones sucesivas, Dios, el Estado, la sociedad, la humanidad [2].

Stirner sería, así, el gran destructor de la ontología, el primer antiplatónico, el enemigo jurado de toda Verdad: el implacable Único deshonra cualquier esencia, cualquiera realidad que no sea él solo, derriba todo lo que se le pone como traba que no sea su propiedad, hasta llegar a contemplar el propio crimen como la consecuencia más coherente de su antiontologismo. El individuo stirneriano, en la lectura de Camus, es pues afirmación del sí mismo y desnadificación total de todo lo demás, es decir, negación de cuanto niega al individuo y glorificación de todo lo que lo exalta y sirve a sus propósitos, incluso el crimen:

La rebeldía desemboca en la justificación del crimen. Stirner no sólo ha intentado esta justificación (en este aspecto, su herencia directa no sólo se halla en las formas terroristas de la anarquía), sino que se ha embriagado visiblemente con las perspectivas que abría así [3].

El individuo se erige por encima de cada moral, de cada regla y cada esencia inmutable, y se vuelve un Yo autofundante que no reconoce nada más allá de su propio poder y el esplendido egoísmo de las estrellas (expresión stirneriana): la continua destrucción de lo Sagrado es, para Camus, una avalancha que arrastra, derriba y destroza todo, que no tendrá fin hasta que resplandezcan las ruinas del mundo, paisaje desolado donde se oye la risa del único-rey. Al obrar de este modo, el Único stirneriano descrito por Camus es necesariamente implacable y criminal en su constante tentativa de quebrantar todo lo que obstaculiza la búsqueda de su Yo, de su autenticidad, en un proceso de destrucción tanto del más allá exterior que limita la potentia del individuo (el Estado, el Capital, Dios, etc.), como del más acá interior que, con mayor sutileza, prohíbe incluso percibir dicha dependencia.

La muerte de lo trascendente autorizaría por tanto a lo inmanente (el Yo stirneriano) a liberarse de todos aquellos principios morales considerados autosuficientes y que desde siempre encadenaron el Único a atávicas mentiras en cuyo nombre lo sacrificaron; igualmente, el hombre, ahora finalmente libre de dichas abstracciones, sacrificaría a su vez el mundo para su propio goce.

Desde luego Camus da en el blanco al atribuir a Stirner una voluntad destructora de cualquier idea de universalidad y eternidad, de todo aquello que no sea el propio Único, incluyendo no sólo las entidades exteriores al individuo que puedan ser quebrantadas en tanto dotadas de una existencia claramente dependiente del sujeto observador (es decir, de creación suya) sino, sobre todo, la presencia de todas aquellas «ideas fijas» o «fantasmas» [4] que el Único ha interiorizado y que ejercen una fuerza aún mas persuasiva sobre él porque se consideran dotadas de una existencia independiente de su voluntad. El nihilismo stirneriano, esto es, el esfuerzo constante de aniquilar la tiranía del objeto obra, pues, en los dos niveles: el de la realidad exterior y el más obsceno y escondido de la realidad interior: el mundo interiorizado por el individuo, el mundo en el cual la ontología se vuelve más peligrosa por ser menos evidente, allí donde el arranque del Único se hace más arduo en la tentativa de distinguir lo que le ha sido impuesto pero que, sin embargo, cree autosuficiente: los valores morales. Según Camus, es precisamente este esfuerzo stirneriano de doble derrocamiento continuo que exige el Único, en cuanto sola realidad experimentable, lo que se arroja feroz contra las falsas realidades (los ya nombrados «fantasmas» o «ideas fijas»), exteriores e interiores: dicha destrucción perpetua no contempla lindes que separen lo correcto de lo equivocado, y el propio principio de justicia, una vez muerto Dios, se vuelve vago e impreciso. Pues el hombre no dispone de más balanzas y medidas, de ahí que incluso el crimen esté permitido si «le sirve al individuo», si es útil para su deleite o provecho:

Nada puede frenar ya esta lógica amarga e imperiosa, nada salvo un yo alzado contra todas las abstracciones, vuelto abstracto e innombrable a fuerza de ser secuestrado y cortado en sus raíces. Ya no hay más crímenes ni faltas, ni, por tanto, pecadores. Somos todos perfectos. Puesto que cada yo es, en sí mismo, fundamentalmente criminal con el Estado y el pueblo, sepamos reconocer que vivir es transgredir. A menos de admitir matar, para ser único [5].

Bajo interpretación camusiana, la rebeldía en Stirner es nihilista en el sentido de que anula lo que no pertenece propiamente al individuo, lo que lo encierra y encadena a una Esencia a él trascendente: el rebelde no se arrodillaría entonces a ningún otro principio salvo al de la unicidad de su ser, en cuyo nombre todo estaría permitido, desde la blasfemia al crimen. Como esbozábamos antes, el Único, durante demasiado tiempo sacrificado, a su vez sacrificaría el mundo para tornarse, precisamente, Único: rechazando cada Verdad que no le esté sometida y calificándola de “sagrada”, queda desprovisto de cualquier pívot a él exterior, que reconozca entonces intocable (como la prohibición de matar) y por eso desembocaría en el crimen como una de las muchas actividades con las que afirmar el sí mismo. Irónicamente, el dicho protagoreo “El hombre es la medida de todas las cosas” se llenaría en la boca de Stirner de un sentido oscuro y amenazante, cargado de un énfasis destructor que quiere decir “todo me está permitido porque no hay otra realidad autosuficiente fuera de mí”.

El nihilismo incompleto y los nuevos dioses

Aun concordando con tal interpretación en sus líneas generales, creemos sin embargo que ésta tiene el demérito de confinar el nihilismo stirneriano a aquella fase que Nietzsche llamaba pasiva, vertida en el derrocamiento de los valores y en el plácido sosiego de la nada, correspondiente a una decadencia y retroceso del poder del espíritu. Dicha fase se halla en el proceso consecuente a la muerte de Dios, es decir, la toma de consciencia del carácter infundado de toda creencia en un «más allá», en una supuesta suficiencia ontológica de los valores [6]; al despido de todos los ídolos sigue, entonces y en primer lugar, aquel tedium vitae, aquel deleitarse en la nada y en la relatividad de cada acto moral que, rehusando cualquier fundamento, suprime el sentido de la vida y, junto a la salvación y a la inmortalidad, rechaza la virtud elevando la inmoralidad al mismo nivel de los valores que hasta entonces se habían creído absolutos. El individuo, abandonado solo en el mar de la relatividad de valores, desprovisto de un áncora de salvación, sale paradójicamente de la tormenta nihilista ahogado aún más en ella, esto es, abrazado abiertamente a la inmoralidad.

Anular a Dios como principio y fundamento de la moral lleva al individuo a considerar la inmoralidad como su más coherente y estrechamente lógica consecuencia, incluso como primitiva forma de liberación de la dictadura de la pesantez moral que, hasta entonces, le ha cargado la conciencia. Es ésta la razón por la que al Único, según Camus, le estaría permitido cometer cualquier crimen: el hombre liberado de la moral abraza abiertamente la inmoralidad. Sin embargo, la libertad del hombre sin Dios, como bien vio Nietzsche, no es a menudo duradera porque no soluciona la pesadilla existencial de una vida sin certidumbres: huérfano de Dios, el hombre, en un primer tiempo libre como un niño sin padres, que juega y goza por la ausencia de toda regla y todo orden (de ahí el crimen), queda incapacitado para vivir en una sinrazón que no tiene fin, desprovisto de las normas que hasta entonces habían otorgado un sentido a su existencia. De ahí que se le imponga justificar una nueva moral y, con ella, un nuevo creador.

Ahogado en las insoportables angustias de una vida sin certezas ni guía, sin aquel famoso centro nietzscheano desde donde el hombre desliza por una x sus puntos indefinidos, éste se agarra a cualquier cosa que lo sostenga y le dé confort, sobre todo, a un filtro o criterio con que dirigir su existencia para recuperar el sentido o lógica que la muerte de Dios le ha sustraído. El hombre, ahora solo, está arrojado a un abismo desde donde consigue salir a través de la creación de otros dioses, ejemplificados en el cuento nietzscheano de la adoración del asno descrita en Así habló Zaratustra:

¡Todos ellos se han vuelto otra vez piadosos, rezan, están locos! —dijo en el colmo del asombro—. Y, ¡en verdad!, todos aquellos hombres superiores, los dos reyes, el papa jubilado, el mago perverso, el mendigo voluntario, el caminante y su sombra, el viejo adivino, el concienzudo del espíritu y el más feo de los hombres: todos ellos estaban arrodillados, como niños y como viejecillas crédulas, y adoraban el asno. Y justo en aquel momento el más feo de los hombres comenzaba a gorgotear y a resoplar, como si de él quisiera salir algo inexpresable; y cuando realmente consiguió hablar, he aquí que se trataba de una piadosa y extraña letanía en loor del asno adorado e incensado [7].

Cuando a la «muerte de Dios» le sigue la fe en un sucedáneo, esto es, el asno (símbolo del redivivo Dios), el hombre se halla justo en un nihilismo reactivo.

Lejos aquí de examinar las múltiples metáforas que encarnan los adoradores de la bestia, cosa que nos desviaría de nuestro propósito, centraremos nuestra hipótesis de trabajo en una contralectura, a partir de la camusiana, del nihilismo stirneriano para ver como éste, al superar precisamente tal «adoración del asno», inaugura un tipo distinto de sujeto cuya rebelión se halla arraigada exactamente en aquellos rasgos inmorales (que preferimos llamar amoralistas) que Camus consideraba ebrios nada más que de destrucción.

El Único e Iván Karamázov: las dos caras opuestas del nihilismo

Supuestamente, en la lectura del filosofo argelino el individuo stirneriano padecería en concreto de aquel temor a la soledad existencial y de aquella incapacidad para osar dar el paso decisivo a la superación del cadáver de Dios, de aquella cobardía que sufrían también los discípulos de Zaratustra, los adoradores del asno, con la única diferencia de que el individuo stirneriano, al matar a Dios, no necesita otro padre simbólico, sino que se disfraza él mismo de divinidad. En otras palabras, el Único sería la víctima que toma el asiento del verdugo, el revolucionario que viste la corona del rey guillotinado y que, por lo tanto, se siente legitimado para cometer el crimen. Se entiende entonces por qué Camus considera la voluntad de afirmación como el rasgo distintivo del Único y delimita tanto a Stirner como a los nihilistas rusos examinados en las paginas precedentes en este marco común: también Iván Karamázov, el personaje descrito por Dostoievsky en Los hermanos Karamázov, cumple con un especial recorrido hacia el nihilismo extremo que lo lleva hasta la justificación moral del asesinato del padre. Iván rehúsa la salvación en cuanto toda salvación implica la conformidad con un sufrimiento cósmico porque:

Aunque Dios existiera, aunque el misterio escondiera una verdad, [...] Iván no aceptaría que esta verdad se pagase con el mal, el sufrimiento y la muerte infligida al inocente. Iván encarna el rechazo de la salvación. La fe lleva a la vida inmortal. Pero la fe supone la aceptación del misterio del mal, la resignación ante la justicia. Aquel a quien el sufrimiento de los niños impide acceder a la fe no recibirá, pues, la vida inmortal. En estas condiciones, aunque la vida inmortal existiera, Iván la rechazaría [8].

Iván niega la gracia por amor de la justicia, pero la negación de Dios y el rechazo a aceptar el sufrimiento lo arrastra inevitablemente a una desesperación sórdida y a la aceptación del mal que antes le disgustaba. La comparación con Iván no es, a nuestro propósito, una inútil divagación, sino que expresa de forma más exhaustiva la idea camusiana del nihilismo contemporáneo: el «todo está permitido» que los rusos alumbraron primero y que Stirner llevó a sus últimas consecuencias, a la consecuencia del hombre que se ha vuelto Dios. El nihilista, al protestar contra el mal y la muerte, abraza la idea del fin no sólo de la inmortalidad, sino también de la virtud: si no hay virtud, tampoco hay ley. Matar entonces está permitido: cuando Dios, fuente de moralidad, muere, el hombre puede hacerse Dios y reconocer que todo está permitido [9].

Camus intenta ponernos en guardia, a través del recorrido histórico de la idea de rebelión, contra la peligrosa deriva de una rebelión contra Dios, de otro modo legítima: de hecho, según el filosofo argelino, el propósito de asesinar a Dios sobrepasa una simple exigencia existencial y penetra realmente en las entrañas de la rebelión, y eso hace que la muerte de Dios sea ante todo una cuestión «política», porque la audacia del hombre adelantado que asesina la divinidad representa un genuino y auténtico arrebato de insumisión: al levantarse contra Dios, se levanta contra toda moral impuesta, expresando el rechazo, absolutamente humano, de una salvación pagada con sufrimiento, como hizo Iván Karamázov [10]. Pero, al mismo tiempo, Camus muestra que la muerte de Dios puede volverse también un arma de doble filo, de modo que sus propósitos de liberación conduzcan a unos fines criminales: el consiguiente vacío moral, la ausencia de una moral definida podría justificar cualquier acto, incluso el más reprobable (precisamente, lo que Camus reprocha a Stirner).

Es fácil entonces que el nihilismo contemple el crimen cuando el hombre, privado de Dios, se encuentra en ese vacío de valores (en tanto todo valor era posible sólo gracias a Dios), una especie de horror vacui que le empuja hacia la convicción de que, sin gracia, inmortalidad o salvación, también el Bien pierde su sentido. Ésta es la imagen del rebelde metafísico que Camus atribuye a Iván Karamázov, de la que, de algún modo, participaría también el Único de Stirner: la leve diferencia (que Camus vislumbra con agudeza) es que el primero cae en una soledad desesperada después del asesinato metafísico, mientras que el Único queda satisfecho y convencido de su acto. Atento, sin embargo, a distinguir las distintas fases del nihilismo, Camus atribuye un rasgo común al Único y a Iván Karamázov: ellos mismos se hacen dioses y, en tal situación, abrazan la inmoralidad del crimen. El «todo está permitido» no significa nada más que el que todo se acepte (incluso el asesinato) porque Yo, nuevo Dios, lo permito.

Cierto que esta actitud refleja la conducta del protagonista de Los hermanos Karamázov cuando dice:

«Como Dios y la inmortalidad no existen, le está permitido al hombre nuevo convertirse en Dios». Pero, ¿qué es ser Dios? Reconocer precisamente que todo está permitido: rechazar cualquier otra ley que no le sea propia [...] se ve así que volverse Dios es aceptar el crimen [11].

Coincidimos en la interpretación del nihilismo que Camus atribuye a Iván, mientras que nos alejamos de su lectura del Único. Distintas son tanto las motivaciones que empujan a los dos personajes hacia el nihilismo (Iván mata a Dios como una rebelión contra el sufrimiento universal; el Único, como la tentativa de desenajenación), como divergentes son las consecuencias de la muerte de Dios: Iván y el Único, en la opinión de quien escribe, no pueden recortarse sobre un fondo común (que para Camus es el devenir dioses). De hecho, si para Iván todo está permitido porque Dios ha muerto, para Stirner Dios sólo se ha escondido: el perenne problema del individuo stirneriano no es tanto afianzarse después de la muerte de Dios, desaparecida la moral, como asegurarse de que la muerte de Dios sea definitiva: que Dios esté realmente muerto y que los dictados morales de los cuales Él era antes fuente no se hayan sustituido por otros: que «nadie tome su asiento», que no haya asnos que lo sustituyan, siquiera el asno-Hombre.

Nuestros ateos son gente piadosa [12]: la polémica con Feuerbach o de la crítica al humanismo teológico

Según Stirner, el ateísmo resultaría insuficiente e inadecuado, incluso miserable, si se limitase solamente a renegar de Dios, es decir, a matar un objeto preciso, puntual, definible, y no se propusiera arrebatar aquel conjunto de atributos que otorgan a Dios las características reputadas a la divinidad. La rebelión contra Dios resultaría así un acto demediado, estancado en un nihilismo reactivo, miedoso de aniquilar verdaderamente toda moral. El Único stirneriano, de forma distinta a Iván, enfrenta esta pérdida como un hecho definitivo satisfactorio (Camus lo señala) y no como un trauma o, peor aún, un compromiso, esto es, el hombre stirneriano, al matar a Dios (una vez más lo indicamos, el detentador de todo valor moral), mata mucho más que una moral, porque lo que asesina es la propia idea del «mas allá», de la trascendencia. Toca por lo tanto subrayar que el nihilismo stirneriano nunca desemboca en el justificacionismo criminal típico del refrán «Si Dios no existe, todo es posible», sino en un más sutil «Si Dios no existe, algún otro quiere tomar su asiento». El asesinato, posibilidad (o mejor, consecuencia) lógica que Camus atribuye al hombre nihilista, dibuja en concreto un paisaje en el que el hombre queda libre sólo nominalmente, es decir, en caso de que su nihilismo quede incompleto, porque la muerte de Dios no comporte el fin de una dimensión divina. En cambio, Stirner contempla la muerte de Dios como un acto de liberación individual, y un acto nunca aletargado, consciente como era de que, según un popular refrán italiano, «Muerto un papa, se elige otro», pues los sucedáneos de Dios son potencialmente infinitos y aún más peligrosa que la adoración de un dios-asno es la del dios-Hombre.

Es justamente por esto que Stirner no considera la muerte de Dios como la última etapa de liberación individual (y colectiva), sino como una de tantas otras: la muerte del objeto Dios no implica de manera inevitable la muerte de lo divino, o aquel lugar vacío que no por necesidad pertenece a Dios en exclusiva, siendo éste sólo una encarnación parcial, circunscrita y limitada en el tiempo de lo divino.

Heidegger, comentando a Nietzsche en Sendas perdidas, observa que:

Si Dios ha abandonado su lugar en el mundo suprasensible, este lugar, aunque vacío, continua estando. La región vacante del mundo suprasensible y del mundo ideal puede ser mantenida. El lugar vacío, en cierto modo, pide incluso ser ocupado de nuevo, y sustituido el Dios desaparecido por otra cosa [13].

Lo divino es entonces un atributo que se hace acompañar a cualquier sujeto, un conjunto de cualidades que dan sentido al ente Dios o, en otras palabras, lo que da vida a la ontología que, por lo tanto, no reside en un Sujeto, sino en características que pueden huir de él y pegarse a otro Sujeto. El ateo se arriesga a ser aún más fanático que un creyente si no arrebata, junto a Dios, la divinidad como residual reversibilidad del ente. Si en el cuento nietzscheano el asno toma las cualidades que antes adornaban a Dios, cuando en 1844 salió la primera edición de El Único y su propiedad, Stirner ya veía claramente el nuevo Dios-asno de los sedicentes ateos: el Hombre. En tal sentido, la polémica contra Feuerbach demuestra su impresionante actualidad y alumbra con nueva luz la idea de rebelión.

Antitética respecto a la de Feuerbach es la idea de alienación en Stirner (piedra angular de toda la querella entre los dos filósofos), según el cual desenajenarse quiere decir remachar la nada, basar la causa propia «en nada» (expresión stirneriana), prescindiendo entonces de las formas clásicas de la desenajenación (como la feuerbachiana) por las que librarse significaba recobrar la propia esencia humana que la idea de un Dios nos habría expropiado; para Stirner, desalienarse es más bien liberarse de las esencias. Desalienación como negación de esencias entonces y no como su recuperación: desalienarse es tender hacia la nada, hacia el vacío de la propia identidad, haciendo derrumbarse cualquier esencia, cualquier verdad estable y considerada como tal, es decir, demoliendo el carácter sagrado del objeto. ¿Qué objeto? Cualquiera. Cualquier «idea fija» o «fantasma» que configure una dimensión trascendente al hombre, considerados fuera de un yo objetivo, como realidad despegada de la única autentica realidad que es el propio individuo. Un objeto que se considerase ontológicamente autosuficiente ejercería de hecho una trascendencia sobre el sujeto, que resultaría sumiso y dependiente y, por ende, no libre. Dicho planteamiento se torna evidente, como hemos esbozado antes, cuando el autor trata la idea de Hombre: «si bien el individuo no es el Hombre, éste, en cambio, sí está presente en el individuo y tiene, como todo espectro y todo lo divino, en él su existencia [14]».

Con lo cual no es el Hombre quien se manifiesta en el individuo, sino el individuo quien da fundamento al Hombre, de ahí que el sujeto stirneriano sea irreducible a un principio universal, ni siquiera al de Hombre. La polémica con Feuerbach no es nada más que la otra cara del nihilismo stirneriano: calificando el supuesto ateísmo de Feuerbach como una forma de teísmo todavía más peligroso que la metafísica, el autor argumenta que esta nueva religión sólo pone en lugar de un Dios trascendente un dios inmanente, el Hombre, y como tal aún más difícil de desarraigar [15]. Si descarta el sujeto, en este caso Dios, Feuerbach deja todavía intacto el predicado, es decir, la dimensión divina y por eso la «liberación» de la teología proclamada por Feuerbach es, a su vez, una liberación teológica. Queda claro entonces que, según Stirner, la liberación feuerbachiana no sólo no cambia la relación de dependencia del sujeto respecto del objeto, sino que sigue alienando al sujeto creador respecto del objeto creado, el cual sigue permaneciendo en un «más allá» por alcanzar, y el único cambio que realiza Feuerbach es pasarlo al interior del sujeto, que ahora no se llamará más Dios, sino Hombre, mientras que el objeto, la idea de lo sagrado (el espacio vacío del cual nos hablaba Heidegger) sigue ejerciendo tranquilamente su dictadura. La religión humana inaugurada por Feuerbach con su revolución antropológica vuelve para Stirner más peligrosa la vieja religión divina, en cuanto que ahora no nos arrodillaremos más ante Dios, sino ante el Hombre y sus leyes racionales:

Feuerbach [...] opina que si humaniza lo divino, ha encontrado la verdad. No, si Dios nos ha atormentado, el «Hombre» es capaz de oprimirnos de una manera aún más cruel. Al decir brevemente que somos hombres, nombramos lo más ínfimo en nosotros y sólo tiene importancia en tanto que es uno de nuestros atributos, esto es, nuestra propiedad [16].

Lo sagrado, según Stirner, no estriba entonces en un objeto (sagrado), sino en la naturaleza de la relación de dependencia entre sujeto y objeto que el cambio antropológico de Feuerbach deja inalterado: el sujeto (Yo) sigue sometido al objeto (Hombre) que le confiere una certidumbre ontologizada, es decir, que llena el vacío y sinsentido en el que el sujeto se hallaría sin un Universal (antes Dios; ahora, el Hombre) que lo sustente. Al contrario, la dimensión de autenticidad corresponde a la de la propiedad, por la cual «verdad es lo que es mío, falso aquello a lo que pertenezco» [17]. Destaca aquí la consecuencia que se instaura entre la muerte de Dios y la del Hombre, siendo los dos producto de la dimensión no auténtica del yo, o sea, del espíritu: el Hombre no debe volverse el sucedáneo de Dios y apoderarse de su reino, «tomar su asiento», en cuanto que este cambio dejaría intacto el predicado, esto es, la esfera divina, sagrada:

¿Qué ganamos cuando, para variar, desplazamos lo divino fuera de nosotros a nuestro interior? ¿Somos lo que hay en nosotros? No, como tampoco somos lo que está fuera de nosotros [...] precisamente porque no somos el espíritu que vive en nosotros, precisamente por eso tuvimos que desplazarlo fuera de nosotros: no era «nosotros», no coincidía con nosotros y por eso no podíamos pensarlo como existente si no era fuera de nosotros, más allá de nosotros, en el mas allá [...] Yo no soy ni Dios, ni el Hombre, ni el ser supremo, ni Mi esencia, y por eso da igual en lo principal si pienso la esencia en mí o fuera de mí [18].

Es justo esta banalización del objeto lo que funda la rebelión: la exigencia existencial de autenticidad implica la supresión del carácter sagrado del objeto por parte del sujeto: el Único stirneriano, para ser sí mismo, es decir, sujeto no enajenado por esencias a él trascendentes, ha de moverse por un principio dinámico «interior» a él, esto significa la rebelión perpetua entendida como superación del objeto, de ahí que aquélla devuelva la medida de la autenticidad del sujeto al serle la parte más propia e interna [19]. El propósito del hombre rebelde es, según Stirner, quebrantar no sólo la propia idea de Dios, sino cada dimensión trascendental que se configure como realidad ontológicamente independiente del sujeto: no es raro, por tanto, que incluso el mismo sujeto pueda volverse él mismo idea fija, núcleo duro de la ontología, «fantasma». Se entiende así, y antitéticamente a la propuesta camusiana, que el nihilismo del Único no lo lleva a querer volverse Dios él mismo: siendo su rebelión perenne, concentrada en el derrocamiento de cualquier objeto, de cualquier «fantasma», de Dios y sus sucedáneos, lo previene (al sujeto desalienado) de reconocer cualquier autonomía ontológica en la esfera de lo sagrado. El Único nada satisfecho en el vacío dejado por estas muertes.

Camus vio con claridad las implicaciones que el quiebro entre sujeto y objeto conllevaba en la filosofía stirneriana, es decir, la falta de cualquier orden o valor moral estable, pero se equivocó sobre las secuelas que esto implicaba: no el crimen, la «matanza» del mundo (metafórica y pragmáticamente) a manos del Único, sino la «matanza» continua de los sucedáneos. El error de Camus, como hemos subrayado, nace precisamente de ignorar la dimensión de esa «realidad interior» que el individuo cree independiente de su voluntad y dotada, por ello, de autosuficiencia.

Pero si la rebelión en Stirner consiste en superar dicha dimensión sagrada, supeditar el «Dios interior» más que matar el «Dios exterior», este acto implica, por descontado, una diferente concepción de la moral del individuo que asesina a Dios, configurándola como novedad absoluta.

El amoralismo como ética

Si el rechazo de Dios desemboca a menudo, y casi inevitablemente, en la relatividad de cada juicio moral, el discurso de Stirner es más sutil y complejo, y no se limita a abarcar una idea simplista de un hombre que, aun sin Dios ni sucedáneos, se afirma como creador de una moral «toda suya»: aquél que, arrebatando a Dios y a sus sucedáneos, es decir, la propia idea de lo divino y lo sagrado, se ponga como legislador absoluto de una nueva moral, cometería justo el pecado, o crimen, que Camus atribuía a Stirner. De hecho, según el filosofo alemán, que todo esté permitido no es cierto porque Dios no exista y nadie (el Hombre, el Ser o cualquier otra idea fija) lo sustituya, sino porque la propia moral sería «fantasma», «idea fija», «objeto», y la creación de cualquier moral, por muy personal que fuera, incluiría siempre la imposición criminal de un objeto pensado como absoluto sobre un sujeto que se suponía libre. Una moral individual despegada e independiente de un Dios es, para Stirner, trampa y engaño, porque dejaría la trascendencia intacta y sólo camuflada con trajes de inmanencia, como lo está la idea de una esencia individual; de ahí que las acciones, consideradas (¡y sólo consideradas!) inmanentes, se agarren a una esencia trascendente, el Yo sublime. Leamos a Stirner:

Se esfuerzan para distinguir una ley de una orden arbitraria, de una ordenanza: la primera deriva de una autoridad apropiada. Tan sólo que una ley sobre la actuación humana (ley ética, ley estatal, etc.) siempre es una declaración de voluntad, por consiguiente, una orden. Si yo mismo me diera la ley, sólo sería mi orden, y podría negarme a obedecerla en el instante siguiente. Cualquiera puede declarar lo que quiere permitirse, por consiguiente, prohibir mediante una ley lo contrario y, por lo tanto, tratar a su enemigo de infractor, pero nadie tiene que mandar sobre mis actuaciones, nadie tiene por qué decretar mis actos ni darme leyes sobre ellos. Tengo que consentir que me trate como a su enemigo; pero nunca que me maneje como si fuera su criatura y que haga de su razón o sinrazón mi norma de comportamiento [20].

La exigencia de «inmoralismo» es la llamada existencial del Único: negando una realidad a él exterior, el sujeto también niega una moral (a pesar de que pueda ser guiada por una razón absoluta) que cruce los límites éticos del individuo, es decir, que no sea su propiedad: si el individuo aceptara una conducta de vida como valor vinculante y absoluto, quedaría encarcelado en un dogma que comprometería la continua búsqueda de autenticidad y, de esta manera, el principio autoritario inherente al acto moral, por muy personal que se presente, se llevaría la mejor parte sobre la voluntad individual, siempre cambiante y fluida [21]. No hay moral no porque la razón sea falible (pudiendo ésta, en la filosofía stirneriana y de acuerdo con Kant, descontextualizarse respecto de la realidad), sino porque incluso la mejor norma ética, en tanto que considerada absoluta, sería un «espectro sagrado». Entonces, es la razón la hija de los comportamientos que se suponen morales y no viceversa: la incoherencia de los valores casa a la perfección con el «justificacionismo especulativo», que presupone el empleo de la razón para justificar el cambio de ideas de acuerdo a una toma de posición contraria, y hasta antitética, a una actitud asumida previamente. Pero, de este modo, la weltanschauung egoísta sólo se liga con la racionalidad menospreciándola, reduciéndola a medio para favorecer y dar un sentido a las actuaciones de la misma voluntad. Sintetizando, en ausencia de una moral definida (convencional, cartesiana o kantiana), la «moral» stirneriana se presenta en cambio como afirmación de las potencias individuales y es fluida, flexible, continuamente irisada y autosuperadora. Si no hay un orden entre las normas éticas, siendo éstas plenamente subjetivas, asimilables al Yo como realidades a él inferiores y no como objetos suprasensibles, tampoco hay conflicto. Stirner es claro: «Aprecio todas las verdades que están por debajo de mí, no conozco una verdad sobre mí, una verdad por la que me deba regir. ¡Para mí no hay ninguna verdad, pues por encima de mi no hay nada! [22]».

Ahora bien, hemos fijado hasta aquí dos puntos de la filosofía stirneriana: la muerte de lo divino y el dinamismo de la moral, que no necesariamente desemboca, como pensaba Camus, en el crimen. Al contrario, la muerte de valores universales no puede provocar prevaricaciones entre sujetos o un conflicto entre egoístas, si éstos están efectivamente (nihilismo activo) convencidos del ocaso de la Verdad (de la muerte de Dios), sino que inaugura una moral «débil», positiva y no impositiva. De forma incidental, anotamos que, mientras el dominio práctico (del Estado o el Capital, por ejemplo) tiene que negar, reprimir, vincularse a valores establecidos para imponerse, o sea, a una moralidad social (que puede ser, como pasa en la mayoría de los casos, también informal), en su lugar el sujeto stirneriano crea, experimenta, instituye y desmiente, encontrando en la caducidad de las normas éticas el motivo de acuerdo y diálogo, evidenciado por el mismo Stirner cuando dice: «… el contraste desaparece en el hecho de estar perfectamente divididos el uno de las otras, es decir, en la unicidad de los individuos [23]».

Conclusión: destruyendo los nuevos dioses

Hemos visto hasta ahora cómo el nihilismo stirneriano, lejos de representar la conclusión de la voluntad desnadificadora, es el primer eslabón de un proceso que lleva a su ocaso todo el horizonte humanístico-metafísico.

Hoy día se nos impone una nueva pregunta: en la época de la secularización y de las desilusiones, de la pluralidad de relatos y narraciones que el postmoderno lleva como su estandarte más valioso, la idea de una Verdad que dé sentido a los juicios morales pierde su carácter apodíctico y entonces es la propia convivencia de verdades, identidades y horizontes distintos lo que lleva al ocaso una Verdad monolítica, al verter su lógica cerrada en una multitud de propuestas diferentes. Al Dios de las religiones abrahámicas lo ha sustituido, por así decir, los dioses limitados y humanizados del politeísmo. Esta actitud especialmente visible en las cuestiones acerca de la identidad, en donde la delimitación rigurosa de lo que ésta era o debiera ser, esto es, idea fija e invariable, dotada de una consistencia ontológica, ha sido remplazada por una concepción múltiple y proteica de la identidad (y en este sentido la contribución de Deleuze y Guattari sobre el esquizoanálisis ha sido determinante), abierta a la trasformación y a la diferencia. A pesar de lo cual, es posible vislumbrar rasgos contrarios que, paradójicamente, tienen su fuerza en concreto en una visión débil de la identidad al reafirmar aquella pauta hegemónica que al principio pretendieron quebrantar. Continuando con nuestra metáfora, los dioses paganos se vuelven caprichosos y cada uno aspira a un trono en donde quiere imponer una verdad que volverá la única posible, con la diferencia de que hoy día el Hombre, que en 1844 era el nuevo Dios según Stirner, ha enseñado sus debilidades, es un dios caído en el que nadie cree más: dos guerras mundiales y la desenmascarada hipocresía de las muchas declaraciones de los derechos humanos han decretado la muerte del Hombre como sujeto universal y de los valores que en su nombre se defendían. Por supuesto las tradiciones filosóficas y jurídicas nacidas en el seno del liberalismo (en este sentido, la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano del 1789 es una precursora) preconizaron y dieron las armas a las dictaduras (de derecha e izquierda) y al moderno capitalismo industrial para cometer las peores atrocidades en nombre de la defensa del Hombre, de su irrenunciable dignidad, libertad, etc. El individuo postmoderno, al contrario, renuncia ya a encasillarse en la categoría universal de Hombre, en este relato que se pretendía teológicamente orientado hacia la plena realización de las virtudes y los valores (por supuesto, humanos) [24], y se califica más bien como miembro de algo, de un grupo, de una comunidad, de un género sexual, de una formación política, es decir, de un rasgo dominante que lo caracterizará en mayor grado que otros: afro-americano, indígena, mujer, queer, etc. Renunciando, pues, a una visión unitaria y estática de la identidad, el hombre postmoderno abraza de ella un trozo parcial y «limitado» para aislarse de los otros; sin embargo, y aquí nuestra objeción, esta fragmentación de la identidad, que es indudablemente una consecuencia del fin de las metanarraciones lyotardianas que surcaban la humanidad hacia una meta emancipadora [25], no lleva de manera necesaria a la muerte de la idea de una identidad fuerte, dado que no significa que dicha pieza sea efectivamente percibida por el grupo al que pertenece como parte indefinible, sino que puede (y a veces quiere) volverse mayoritaria y hegemónica: si el Hombre-asno ha muerto, no deberían, nos diría Stirner, sustituirlo la Mujer-asno, la Indígena-asno, el Afro-Americano-asno. Identidades antiuniversalistas nacidas, a menudo, por contraposición a la unidad ontológica del Sujeto de la racionalidad occidental ilustrada y como expresión de un simbolismo comunitario (puesto que cada identidad es ante todo tribal y constitutivamente relativa a su cultura), que se exponen al riesgo de crear un nuevo sujeto, un yo autocrático que pierda la conciencia de su fragmentariedad y constitución cultural y se asome a la escena política y social como relato único, es decir, como identidad definida e innegociable, como «idea fija», volviendo a Stirner. En este caso, el Sagrado no muere, sólo se presenta con diferente disfraz.

Valerio D´Angelo 

Notas

[*] Universidad Autónoma de Madrid.
Contacto con el autor: valeriodangelo@ymail.com
[1] Camus, A., El hombre rebelde, Alianza Editorial, Madrid, p. 78.

[2] Ibídem, p. 80.

[3] Ibídem, pp. 81-82.

[4] El filósofo usa indistintamente las palabras «Spuk», «Genspest» y «Sparren» que, con ligeros matices distintos, reflejan el sentido del castellano «fantasma» y del griego φαίνω («aparecer») como producto de la ilusión y engaño de los sentidos: lo que aparece pero no es.

[5] Ibídem.

[6] Nietzsche vislumbra el rasgo más típico del nihilismo pasivo en el budismo, es decir, la expresión de resignación hacia la vida, la incapacidad de disfrute y amor en la aspiración al cese de cualquier deseo. También la creencia en que todo es absurdo y sin sentido forma parte de una misma decadencia, tal el cristianismo, que odia la vida terrena para poner todas las esperanzas en otra vida mejor (Nietzsche, F., La voluntad de poder, Ed. Prestigio, Barcelona, 1970, pp. 435-456).

[7] Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 414.

[8] Camus, A., ob. cit., pp. 71-72.

[9] Ibídem, p. 75.

[10] No consideramos aquí aquellas rebeliones contra Dios que no caen, según el mismo análisis de Camus, bajo el nihilismo contemporáneo, que el autor data en el nacimiento del nihilismo ruso (inaugurador del «todo está permitido»), excluyendo, por lo tanto, la rebeldía contra Dios de los románticos.

[11] Camus, A., ob. cit., p. 75.

[12] Stirner, M., El Único y su propiedad, Valdemar, Madrid, 2004, p. 234.

[13] Heidegger, M., Sendas Perdidas, Losada, Buenos Aires, 1979, pp. 180-181.

[14] Stirner, M., ob. cit., p. 140.

[15] Penzo, G., Max Stirner: la rivolta esistenziale, Marinetti, Genova, 1991, pp. 15-16.

[16] Stirner, M., ob. cit., p. 222.

[17] Ibídem, p. 432.

[18] Ibídem, pp. 64-65.

[19] Algunos comentadores de Stirner como Sebastiano Ghisu han señalado, sin embargo, la imperfección de este nihilismo imputable a la unidad del individuo, a su autotransparencia. Es decir, Stirner todavía creería que hay la propiedad del yo, su autenticidad, su originalidad, conseguida por sustracción de todos los deberes, obligaciones, costumbres, convenciones, creencias. Tras todo esto estaría el yo. En realidad, Stirner fue bien consciente de esto y es justo recalcar esta conciencia que emerge de su convicción de que hay un «él mismo», una autenticidad por fin espontánea, ello lo prueba su distinción entre sentimientos derivados de una educación inducida y los provocados por los estímulos. «Stirner todavía cree —Ghisu escribe— que el sujeto que se percibe corresponde al objeto de tal percepción. O mejor: que el sujeto de la percepción de sí corresponde al objeto de tal percepción. Todavía cree, como se dijo, en la transparencia del yo, en su unidad originaria» (Ghisu, S., Giornale critico di storia delle idee, Anno 1, n. 1, Gennaio-Giugno, 2009). En mi opinión, esta crítica no invalida la fuerza del nihilismo stirneriano, más bien vuelve antidogmático el pensamiento de nuestro autor; en efecto, cualquiera que fuese esta unidad originaria y pura del sujeto, sería en todo caso constitutiva del único y nunca de la universalidad del hombre, por lo tanto, no necesariamente común a todo los únicos.

[20] Stirner, M., ob. cit., pp. 245-246.

[21] En este sentido, Stirner se opone netamente a Kant, según el cual la moral, guiada por la razón, puede ser universal; de hecho, en una de sus tres formulaciones el famoso imperativo categórico reza: «Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal». Para Stirner, por el contrario, la moral debe ser fluida, y cada valor que vincule la libertad individual acabará siendo expresión de una voluntad trascendente. Por ejemplo, el «no mates» puede ser un mandato deseable para el individuo en unas circunstancias y dañino en otras, y nunca el Único se podría esforzar en obedecerlo siempre y a costa de cualquier cosa, pues dicha moral se volvería absoluta en sentido objetivo.

[22] Stirner, M., ob. cit., p. 431.

[23] A menudo se ha visto en la filosofía de Stirner una apología de la explotación, de la reducción del otro a un medio o simple instrumento de utilidad. En realidad, cuando Stirner dice «no busquemos en los demás más que medios y órganos que poner en acción con nuestra propiedad», quiere subrayar la inmediatez de las relaciones entre únicos, o bien la importancia de los únicos como singularidad y no como parte de ideas fijas: ciudadanos, cristianos, etc.
[24] Recordamos que el mismo Feuerbach consideraba la moral como todo lo que era conforme a la esencia humana.

[25] Cfr. Lyotard, J. F., La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1989.

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domingo, 17 de febrero de 2013

El existencialismo es un humanismo


"La mayoría de los que utilizan esta palabra se sentirían muy incómodos para justificarla, porque hoy día que se ha vuelto una moda, no hay dificultad en declarar que un músico o que un pintor es existencialista. Un articulista de Clartés firma El existencialista; y en el fondo, la palabra ha tomado hoy tal amplitud y tal extensión que ya no significa absolutamente nada. Parece que, a falta de una doctrina de vanguardia análoga al superrealismo, la gente ávida de escándalo y de movimiento se dirige a esta filosofía, que, por otra parte, no les puede aportar nada en este dominio; en realidad, es la doctrina menos escandalosa, la más austera; está destinada estrictamente a los técnicos y filósofos. Sin embargo, se puede definir fácilmente. Lo que complica las cosas es que hay dos especies de existencialistas: los primeros, que son cristianos, entre los cuales yo colocaría a Jaspers y a Gabriel Marcel, de confesión católica; y, por otra parte, los existencialistas ateos, entre los cuales hay que colocar a Heidegger, y también a los existencialistas franceses y a mí mismo. Lo que tienen en común es simplemente que consideran que la existencia precede a la esencia, o, si se prefiere, que hay que partir de la subjetividad."


J.P. Sartre

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jueves, 14 de febrero de 2013

Derrida: el amor a la diferencia

Jacques Derrida parte de una ruptura al considerar que "no hay afuera del texto", es decir, no hay el texto y, separadamente, los distintos niveles de realidad. Como consecuencia, desbarata la primacía del fenómeno como realidad objetiva y el privilegio de la conciencia como unidad facultada. Así, creaciones como "deconstrucción", "différance", "diseminación", "archi-escritura", "injerto", entre otras, le permiten desentrañar transformaciones, instancias inconscientes y relaciones inesperadas que anidan en lo más hondo de la conformación de la cultura occidental. Hay tanto texto en el mundo como mundo en los textos, de modo que los dispositivos conceptuales y, finalmente, la escritura, son las herramientas y el dominio en que los diferentes registros de la vida adquieren sentidos más allá de las oposiciones rígidas con que solemos leer la realidad.

"La forma fascina cuando no se tiene ya la fuerza de comprender la fuerza en su interior. Es decir, crear." Así anuncia Derrida en el primer ensayo de La escritura y la diferencia los riesgos de la crítica literaria, para avanzar luego sobre el estructuralismo: "Ser estructuralista es fijarse en primer término en la organización del sentido, en la autonomía y el equilibrio propio, en la constitución lograda de cada momento, de cada forma, es rehusarse a deportar a rango de accidente aberrante todo lo que un tipo ideal no permite comprender." Si la búsqueda de formas que no cierren va más allá del campo literario o incluso más allá de la experiencia estructuralista, el problema pasa por generar cada vez las condiciones para modos de mirar, percibir y crear capaces de asumir el devenir imprevisible entre una espada llamada totalidad y una pared ausente de sentido.

Justamente, por la imposibilidad que tienen los discursos y las prácticas de aislar un sentido único centralizador o enunciar un sentido general, emerge en Derrida la "deconstrucción". Más que de un método o de un concepto fijo, se trata de una suerte de disposición ante los desplazamientos, giros, accidentes, lagunas de la lengua y, mejor aun, de las situaciones entendidas como "textos", funcionando en contextos específicos. Así, reenvía nuestra atención hacia las fuerzas vitales, inconscientes, deseantes, que disputan y organizan nuestras formas y, a su vez, entiende esas relaciones y variaciones de fuerza como campos estratégicos sin estratega, sin una conciencia clara o una intencionalidad tendiente a un fin. De ese modo no hay intérprete que no forme, al mismo tiempo, parte en la situación de una mirada o una relación cualquiera. Fuera de la situación sólo hay enjuiciamiento, es decir, prejuicio. La deconstrucción vive en las fisuras de la tradición occidental, que está fundada en la unificación de la percepción y la capacidad de comprensión bajo la figura de una razón suficiente y autorrefleja. El trabajo de la deconstrucción nos coloca de cara a las condiciones que hacen posibles al lenguaje tal como viene formateado y a la razón misma, ahora historizada y desmentida como pilar de la metafísica. Descomponer procesos significantes es una tarea importante en el largo y heterogéneo camino de Derrida, pero él mismo supo renegar del modo en que la deconstrucción -tal vez por el abuso recurrente de su carácter negativo- se inscribió culturalmente.

Derrida nombra un recorrido que, antes que una obra, es un mapa de preguntas, invenciones y polémicas o alianzas. Basta recordar su lectura de Freud, su apropiación de Nietzsche y de Marx, su admiración por Foucault y Borges, la literatura, la pintura, el estructuralismo, su relación ambigua con Heidegger, Husserl y la fenomenología contemporánea, el debate con Paul Ricoeur, su tensa lectura de Platón. "De desvío en desvío", se afirmó en la différance, es decir, en la pura vitalidad de la diferencia que es, al mismo tiempo, condición del principio de identidad que tiende a negarla (por ejemplo, cuando se afirma "uno hombre es esto o aquello", "esto es sano, aquello no") y producción de las diferencias como resistencia e insistencia renovadora. La noción francesa de différance permanece sin traducción al español (el cambio ortográfico de e por a en esa palabra no implica cambio fonético en francés), revela sólo en la escritura la dimensión indecidible entre actividad y pasividad de lo que difiere, del Ser como diferencia: las diferencias no se organizan en términos opositivos, sino como diferenciales proliferantes y afirmativos. La différance es un dispositivo conceptual que, entre deriva y estrategia, habilita relaciones múltiples con experiencias y construcciones también múltiples. Nos mantiene en relación de apertura con lo que ignoramos, en un rodeo infinito que dibuja un modo de habitar característico de la escritura de Derrida. ¿Es acaso la escritura el lugar de acogimiento de lo ignorado en cuanto tal? Escribir supone la aventura de no saber adónde se va, es ese rodeo sin dirección que apuesta todo saber a una cifra desconocida, a una zona imprecisa que define la inconmensurabilidad entre saber y no saber.

Ariel Pennisi

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