domingo, 4 de septiembre de 2011

María Santana: LA CIUDAD FUNCIONA CON GASOLINA

Iba a doscientos por la autopista cuando me pegué el trastazo
Me llevaron al hospital y allí me amputaron la pierna
Tuve suerte: no fue la del acelerador
Los médicos creen que podré seguir corriendo
El Roto, 1992
           
La vida en la Tierra se convierte cada día en una tarea más difícil. Las personas nos vemos obligadas a tratar de sobrevivir en un entorno peligrosamente patógeno como es la urbe moderna. Y parece que ya no existe siquiera un rincón perdido en el planeta en el que poder refugiarnos, porque se trata de un fenómeno en progresión en el que siempre se puede ir a peor. Los paraísos ocultos en los que exuberantes especies animales y vegetales eran capaces de preservar una vida infinita y libre no son más que bonitas e imposibles postales. Una vez que el ser humano introdujo sus instrumentos tecnológicos en estas utopías medioambientales su equilibrio fue deshecho, sus recursos esquilmados y los nativos supervivientes recluidos en parques “naturales”. Roto el sueño infantil de las selvas vírgenes aún nos quedaba la idea de huir al campo para desintoxicarnos, para recuperar algo de lo que fuimos en nuestros olvidados orígenes. Nos imaginábamos en este refugio rural como bucólicos pastorcitos y cultivadores de tomates y patatas. Sin embargo, hoy en día esta huida tampoco es sencilla: por un lado tendríamos que hacer frente al duro síndrome de abstinencia al dejar de vivir bajo el absoluto control de la ciudad; por otro, y lo peor de todo, es que no podemos aspirar en el campo a una verdadera liberación del yugo tecnológico (1), porque estaremos sufriendo desde la lluvia ácida hasta el chantaje de la compra de semillas modificadas genéticamente. Así que parece que al ser humano no le queda más escapatoria que ser realista y asumir lo que supone la vida moderna. Vida que tan sólo puede ser desarrollada en las grandes ciudades y sus réplicas menores en tamaño (los pueblos). Ante este desolador panorama, no nos queda más que tratar de sobreponernos a las múltiples enfermedades que afectan desde nuestras funciones biológicas básicas como el sueño o la ingesta, hasta trastornos mentales como el estrés o la depresión, eso si dejamos al margen el proceso de banalización de las actividades intelectuales o lúdicas que tan sólo tienen ya una función escapista. En una vida frenética en la que hasta algunos (2) juegos infantiles llevan incorporado un cronómetro para que no se exceda la media hora del despilfarrador segmento lúdico, es imposible recuperar el ritmo humano natural. Danzamos al son de las máquinas, de las fábricas, de los zumbidos de los televisores o de los colores de los semáforos.

El ser humano se ha ido forjando como una especie heroica dentro del reino animal. Esto se debe a que ha sido capaz a lo largo de su existencia de resistir a catástrofes naturales, inclemencias, hambrunas, epidemias, etc., mientras muchas otras especies sucumbían o se colocaban peligro de extinción. Pese a todos los peligros, los individuos humanos han conseguido mantener una proliferación creciente. Para ello hubo de ponerse en marcha y desarrollar la capacidad intelectual y una cultura. Porque mientras las otras especies animales se hallaban preparadas o se adaptaban fisiológicamente para garantizar su supervivencia, lo único que poseía el hombre era el cerebro. De modo que la especie humana proyectó toda su capacidad y sus ansias de vida en las construcciones sociales y culturales: el lenguaje, los instrumentos técnicos, las comunidades políticas, las organizaciones económicas, etc. Pero, a estas alturas, debemos ser capaces de ver este relato de un modo más lúcido. Ya que, frente a todo este grandioso y grandilocuente mito antropocéntrico de supervivencia y desarrollismo cultural, hoy comienza a ser dudoso que el hombre pueda resistir a su propio envite, a la degradación progresiva que ha efectuado sobre su entorno, las otras especies y sobre sí mismo.
Una de estas construcciones técnicas que hubo de poner en marcha originariamente para garantizar la vida humana fue la creación de comunidades y unidades políticas alrededor de un núcleo urbano. Las hermosas ciudades antiguas, ejemplificadas en la polis griega, han quedado en el imaginario colectivo como la base de la socialización y la división del trabajo. Pero los mitos que poseíamos sobre la democracia ateniense o la ciudad burguesa, en la que los ilustres ciudadanos se demoran por las calles discutiendo sobre el futuro de la comunidad, se han deformado hasta constituir la inmensa pesadilla urbanita en la que malvivimos.
En este sentido, no hay que olvidar que la construcción y modificación de las ciudades siempre se han apoyado en decisiones e ideologías políticas. La urbe actual no es más que el intento minucioso de materialización del mercado capitalista en el que, como bien sabemos, el dinero está reñido con la propia vida. Por eso, actualmente la ciudad no se confecciona con la finalidad de acoger y potenciar el desarrollo de los seres humanos, sino para promover el intercambio de mercancía (3). Y para posibilitar dicho intercambio, al que se ha reducido nuestra existencia, el mayor esfuerzo de un urbanista se centra en gestionar las aceleraciones, las idas y venidas de los vehículos. El transporte de seres humanos atravesando las ciudades y conectando con otras unidades urbanas es lo que posibilita el sostenimiento del sistema. Las grandes avenidas, las rotondas, los semáforos, se han convertido en las arterias, las articulaciones y los órganos que componen los barrios periféricos de nueva construcción. Los centros urbanos actuales son prácticamente intransitables para los automóviles, difícilmente accesibles y convertidos en museos o mausoleos (no hay mucha diferencia). Ya apenas existen paseos o plazas, por lo que no hay ningún lugar público de encuentro. Las calles son sólo vías por las que acceder al destino comercial y la presencia de gente, transitando con alguna intención de comunicación, ha sido frenada con la progresiva eliminación de fuentes, bancos, papeleras o cualquier clase de mobiliario público.
Además, los vehículos motorizados exigen una holografía completamente uniforme, es decir, cualquier alteración grave como una colina o depresión para ellos puede resultar insalvable. Esto ha obligado a alterar de una forma aún más monstruosa nuestras ciudades, de tal modo que todas las curvas son amplias y todas las calles planas. Pero nuestros antiguos entornos naturales se están desfigurando hasta lo irreconocible, se han hecho túneles gigantescos en las montañas o puentes imposibles para salvar profundísimas simas. Cuando se contemplan estas construcciones megalómanas uno se pregunta cómo se pudo vivir hasta ahora sin semejante adelanto, cómo hemos conseguido comunicarnos y desarrollarnos sin ese inmenso túnel que recorre de forma subterránea los Pirineos. Delante de un coche siempre va una apisonadora allanándole el camino, convirtiendo un paisaje vertiginoso en una carretera segura que te lleva de forma diligente. Aunque más grave es el argumento del transporte de mercancías que hoy, pese a disponer de trenes, barcos y aviones con mucha mayor capacidad y eficacia, se hace casi exclusivamente a través de camiones. Evidentemente, el análisis de las catastróficas consecuencias del uso masivo de este transporte no puede ser tratado sistemáticamente aquí, pero, aún así no debemos olvidar que los efectos de un coche se multiplican en el uso del camión: desgaste de las carreteras, peligrosidad del tránsito, atascos, contaminación,…, uniéndose el hecho de que los camioneros constituyen una casta a parte, la de los profesionales del volante, quienes disfrutan de un estatus superior en la carretera a costa del cual amedrentan y violentan al resto de conductores.
Habitamos en el reinado absoluto de la mercancía. Y en él tenemos la oportunidad de poseer el instrumento con más valor, el paradigma que explica la socialización de sus miembros y facilita su integración, esto es, el automóvil. Alrededor del coche se articula la ciudad, los valores, el tiempo (ya sea de trabajo o de descanso) y hasta lo que comemos (como esos fabulosos banquetes de los Mcautos). El tiempo que pasamos dentro de los coches para ir a nuestro puesto de trabajo, para volver a casa, para ir a comprar, para desplazarte a un centro de ocio, para huir de la ciudad a alguna reserva “natural”, etc., ha obligado a que éstos se equipen de manera extraordinaria hasta llegar a albergar neveras, posa vasos, televisores, y todo tipo de complementos que lo acerquen a una apariencia de lugar en el que permanecer y descansar, más que en lo que realmente es: un medio de desplazamiento. Pero en contraste con esta enrome funcionalidad, son ampliamente conocidas las anomalías que el propio automóvil genera: contaminación, atascos, mal humor, agresividad, atropellamientos, choques, … Y en no pocas ocasiones todos estos males acaban con el fallecimiento de alguno de los interactores.
¿Qué es entonces lo que sostiene a tan perjudicial medio de transporte? Es el mayor fetiche de nuestra cultura, sin él no eres nada, no merecería la pena vivir, porque no podrías ir a ninguna parte. Quien, sin embargo, recurre a los medios de transporte público y otras alternativas obsoletas como la bicicleta, sólo puede ser tomado por una persona excesivamente joven (no puede aún obtener el carné de conducir), una persona realmente pobre (no tiene dinero para pagarlo) o un loco y asocial (no quiere tener coche). Pero lo peor es tener que pertenecer a ese vergonzoso grupo de los torpes que no han sido capaces de obtener el carné de conducir, que se han examinado varias veces y lo han dado por imposible y que ante la necesidad perentoria de poseer un vehículo propio acaba adquiriendo uno de esos minúsculos coches de ciudad que sólo necesitan el carné de moto. Los demás conductores lo observan desde sus flamantes automóviles con la compasión con la que se miraba al tonto del pueblo, para inmediatamente después mofarse de él. Renunciar a él es asumir la posición en una escala social subordinada que no es libre porque depende de sus piernas, de su esfuerzo o del transporte público. El coche se acaba convirtiendo en un instrumento imprescindible de socialización, en el centro mismo de nuestras vidas, ya que alrededor suya se articula la ciudad, nuestro tiempo e, incluso, nuestros propios valores éticos o estéticos. Es un elemento ideológico, porque no hay que olvidar, por ejemplo, que la industria automovilística fue la que introdujo las primeras novedades en la automatización de los modos de producción y la que antes se ha apropiado de los avances tecnológicos (algo que ha compartido con la industria espacial y, ahora, con las telecomunicaciones). Así ha sucedido, entre otros avances, con el GPS que no era más que un sistema de vigilancia de nuestros movimientos, que se exportó alegremente al coche y de ahí al propio viandante, el cual puede ir de un lugar a otro completamente desconocido sin tener que relacionarse con nadie, sólo mirando su bonita pantallita.
Lo cierto es que podemos llegar a postular la existencia de un universo paralelo de asfalto en el que ha desaparecido prácticamente la comunicación entre el peatón y el conductor. Ese mundo exclusivo de los coches existe dentro de nuestra ciudad, y se accede cotidianamente a él una vez se entra en un vehículo para desplazarse. Entonces quien entró como persona de bien se transfigura hasta el punto de volverse irreconocible y de negar cualquier empatía con el inocente peatón que se encuentra más allá de las lunas del coche. Ya no hay piedad con aquello que fuimos y se van eliminando aceras en las que montamos los coches, zonas de juegos para los niños, bosquecillos molestos e inútiles. Es para todos evidente que esta máquina tiene el terrorífico poder de transformar al sujeto que intenta manejarla: ¿qué clase de malignas características son propias de ella? ¿Cómo podemos ingenuamente pensar que somos nosotros quienes hacemos libre uso? ¿Quién sale beneficiado de la extensión de esta patología tecnofílica?
Algo debe de compensar al propietario del automóvil, por ejemplo: “El coche es bueno para recorrer grandes distancias porque se pueden alcanzar grandes velocidades”. Sí, es cierto que se puede llegar con gran rapidez (hasta 250 km./h) a lugares relativamente lejanos, tanto es así que si lo hacemos con menos pericia de la debida dicho viaje puede ser mortal, por ello, los coches exigen granes habilidades a los conductores. El automovilista es un sujeto polivalente que debe controlar desde el tiempo que hace (haciendo las veces de meteorólogo), la distancia y actitud de los automóviles colindantes y los cercanos (anticipándonos a sus movimientos gracias a la ciencia de la psicología), las señales de tráfico (con la astucia suficiente para poder evadirlas), el estado de la carretera (cual experimentados topólogos), el funcionamiento y mantenimiento eficaz de nuestro propio coche (como ingenieros sin igual) y, por si esto fuera poco, hiperdesarrollar los reflejos hasta hacernos recordar a nuestros antepasados primitivos. En fin, parece ser que coger un coche significa aumentar las posibilidades de desarrollo de la humanidad hasta límites desconocidos, haciendo de cada conductor un ser único con una capacidad de sabiduría prácticamente ilimitada. Pero, no nos engañemos, por mucho que nos esforcemos y perfeccionemos en el arte de conducir, los automóviles tienen numerosos fallos que escapan a nuestro control. Desde el momento de su costosa adquisición comienza su rápido deterioro que lo vuelve un objeto prácticamente obsoleto con el que da miedo salir a la carretera en apenas un par de años, algo previsto por la industria del automóvil y que es clave para su rentabilidad. A partir de entonces la aparición de averías es continua, y eso que aún no se ha terminado de pagar las letras, lo que hace más caro su mantenimiento. Si a esto se le une la velocidad que puede alcanzar resulta extraño que no haya más accidentes, podemos estar realmente orgullosos de nuestros esforzados conductores que llegan intactos la mayoría de las veces al final del trayecto.
A todo este aparato ideológico que pone en marcha el fenómeno de lo tecnológico se unen factores que agravan considerablemente el modo de acercarnos a un automóvil. Hoy en día, gracias a los milagros de la ciencia y la idiotización massmediática, todos podemos considerarnos jóvenes, al menos hasta los cincuenta. Este fenómeno de inmadurez general ha llevado aparejado la extensión de la estulticia y el poco aprecio a la propia integridad física y mental. Todo esto se extrapola de forma paradigmática a nuestra relación con los coches. De modo que cualquier individuo que aspire a la posesión y el habitar (por el tiempo que pasamos en él) de uno de estos inventos debe cumplir los pasos de un ritual ampliamente conocido. Tras una breve y muy poco instructiva preparación en la que, eso sí, se le obliga al aspirante sufrir una ridícula examinación de las habilidades adquiridas, se capacita al sujeto para el manejo de una máquina gigantesca con apariencia dócil y segura. Sin embargo, y con una frecuencia que debería alarmarnos, dicha máquina se descontrola sin causa aparente convirtiéndose en un arma mortal y la persona que la maneja sin destreza (pretendiendo que la tiene, aunque en la realidad todos los conductores son aficionados) en un asesino. Mientras tanto, resulta paradójico oír a todos estos conductores comentar alborozados las cualidades y mecanismos de sus deslumbrantes automóviles, que pueden abarcar desde el equipamiento sonoro hasta el más nimio detalle del motor. No hay más que aprenderse la cacofónica jerga de los anuncios y ya puedes presumir delante de tus compañeros de trabajo: ¡Cómo se nota que mi coche tiene cbk y opq! Es que no tengo más que apretar el acelerador y como me descuide ya me he comido la farola. Y así comentan entusiasmados las proezas que realizan frente al volante, como si conocieran y controlaran la máquina en la que se han introducido, en palabras de Jean-Marc Mandosio: “este individuo moderno se cree investido de los poderes de un todopoderoso demiurgo de la tecnociencia en el momento en el que gira la llave de contacto de su coche climatizado” (4). Ya en los inicios del siglo XX Alfred Jarry nos advertía sobre el salto cualitativo que suponía la introducción de un instrumento que multiplicaba de forma incontrolada las capacidades del hombre, “La máquina reemplaza muy bien a Dios. Está más avanzada que Dios por esta razón: que el hombre la ha construido no a su imagen sino con una potencia inesperada.” (5)  Bajo el halo religioso de la todopoderosa tecnología el coche se erigía en el absoluto ser trascendente, la encarnación de la velocidad en la tierra.
Quizás una de las claves del éxito del automóvil y de la auténtica adicción que su uso provoca es que se trata de una manera de hacer pasar la realidad ante nuestros ojos como si de una película se tratara, es un recinto cerrado e íntimo, una armadura que alberga al conductor y a sus acompañantes, quienes ejercen de espectadores de sus proezas y hazañas. El parabrisas se convierte en la pantalla en la que se proyectan nuevos lugares, nuevas sensaciones y que convierten a esta realidad externa en un espacio virtual, lo que atenúa la sensación de peligro. Mientras tanto, el conductor coloca toda su existencia frente al volante y se proyecta hacia delante en una aceleración creciente durante la cual olvida la meta y tan sólo vive un juego que se visualiza con todo detalle. De manera constante, sin un segundo en el que poder bajar la guardia y descansar, aparecen obstáculos a los que se debe esquivar o hacer frente de forma valerosa. Si los obstáculos son neutrales y circunstanciales, como las señales de tráfico o los semáforos, al jugador le basta con ignorarlos o hacerles caso aparentemente, dado que mientras no haya guardias no habrá sanción. Pero el jugador no se encuentra solo ante la pantalla, sino que intervienen otros jugadores que pretenden arrebatarle la posibilidad de llegar el primero y conseguir el mejor aparcamiento. Mientras, también deberá esquivar y humillar a todos aquellos conductores que encuentre con menor pericia y que se interponen en el juego para retrasar su llegada y mejorar la posición de sus competidores. El juego es el más serio, es la lucha por la supervivencia y en ella se puede pasar de la más dulce victoria a la más trágica derrota en tan sólo unos segundos, todos guiados por la ley de la conducción, llegar el primero. Pero la carrera no puede acabar nunca, porque siempre hay alguien delante vayamos a donde vayamos. Y muchos han sido los caídos en esta dura lucha, pero sabemos que serán aún más los que se vayan sumando hasta que todos estemos dentro de una máquina con ruedas. Ni el airbag, ni la mejora de las carreteras, ni toda la guardia civil, pueden evitar este derramamiento de sangre.
Pero cómo olvidar a aquellos compañeros de viajes, cómo no deberles esos recuerdos tan entrañables. Y es que cada periodo de nuestra existencia está vinculado al modelo de automóvil que teníamos, a todas esas características que lo convertían en un ser único, a todos esos divertidos fallos que dieron lugar a inolvidables anécdotas: el día en que se levantó el capó del coche y no veíamos nada de la carretera, el día en el que reventó la rueda y no pudimos ir al pueblo, el día en el que de tantos giros la niña me vomitó encima,… Porque el coche acaba siendo un miembro más de la familia que se rememora con nostalgia. Entre el conductor y su vehículo se da con el uso una relación de complicidad muy íntima que hace insustituible a dicho conductor, él sabe cómo manejar el motor, cómo hacer que no se cale a primera hora de la mañana, que dé las curvas de forma adecuada, etc. Tanto que uno teme prestarlo a otra persona, para que el coche no se sienta extraño y acabe cometiendo fallos.
Uno de los estandartes en los que se enarbola la bandera del capitalismo es la igualdad de oportunidades en los productos de consumo. De ahí que podamos aspirar todos, incluso algunos de aquellos que tienen tan sólo un empleo precario (siendo jóvenes en su mayoría), a la flamante posibilidad de poseer un vehículo. Esa es la gran recompensa por el sacrificio que es existir en este universo. Por eso se ha posibilitado que el precio de algunos ejemplares nos sea accesible o, al menos, que se pueda fraccionar en cómodos plazos. Lo que hace que se llegue a plantear su compra con anterioridad a la adquisición de una vivienda. La consecuencia es que muchos de estos jóvenes proyectan sus deseos y necesidades en él: la funcionalidad y comodidad para la práctica sexual (sin duda el uso más beneficioso de un coche), pero, también, la decoración y equipación como si de un hogar se tratase. En el coche se escucha música, se come, se reúnen los amigos, se bebe, se comparten momentos de asueto, y, como complemento a todo esto, dándole el toque de originalidad a este pequeño apartamento, se desplazan de un lugar a otro. Pero, como en todas las grandes epopeyas, lo importante no es el destino, sino el viaje. Un viaje lleno de atascos, en el que bajar las ventanillas significa un cáncer de pulmón, en el que se oyen insultos y desagravios constantemente y en el que o se es una víctima o se es un héroe.
Posiblemente, el ser humano en su increíble capacidad para mutar será capaz de adaptarse a todo esto. La verdadera cuestión, que debemos resolver cuanto antes, es si queremos transformar de manera tan radical y perjudicial nuestro entorno y a nosotros mismos en pos de la absoluta utopía tecnológica en la que el hombre será una máquina más. En este mundo, la ciudad ideal, que ya se está construyendo, cumple con la proporción necesaria: un tercio de la superficie se emplea para la red viaria, otro tercio al estacionamiento del vehículo y el último tercio a las actividades residuales (se entiende que aquí entra lo de vivir). Las islas rodeadas de tráfico incesante en las que se han convertido las viviendas ya van sufriendo bajas: hay peatones que han sido alcanzados por un vehículo desbocado en plena acera o, peor aún, han sido atropellados en pleno salón por un coche que ha atravesado la pared, en un afán de ocuparlo todo.
María Santana.
Publicado originalmente en la revista Salamandra 15-16
Notas:
1.- Bertrand Louart esclarece en un artículo publicado en la revista Maldeojo nº 1 el término de tecnología con la siguiente definición: La tecnología es un conjunto de técnicas, de útiles y de máquinas, de organizaciones y de instituciones, e igualmente de representaciones y de razonamientos producidos con la ayuda de un conocimiento científico muy avanzado de ciertos aspectos de la naturaleza y de los hombres. La tecnología aúna, de este modo, a la técnica, a la ideología, al saber científico, a la modificación de la naturaleza, etc. Es decir, todo lo que comprendemos como mundo desarrollado.
2.- Durante las pasadas Navidades se ha comercializado un juego familiar en el que la clave se hallaba en la incorporación de un cronómetro que daba por terminada la partida se hubiese o no llegado a su fin. Las consecuencias inmediatas que podemos extraer de esta novedad eran, por ejemplo, el establecimiento de un entorno estresante, para que los niños se habitúen a dar una respuesta satisfactoria ante una situación de presión y, por otro lado, la posibilidad de no demorarse en el juego ni, evidentemente, en las relaciones entre padres e hijos.
3.- Entendiendo por mercancía en el capitalismo hiperdesarrollado tanto los productos (naturales o manufacturados) como el trabajo del hombre o el tiempo de ocio. Todo se vende por dinero.
4.- Jean-Marc Mandosio, "El condicionamiento neotecnológico", artículo publicado en Los amigos de Ludd Nº1 .Traducción del capítulo III del libro de Jean-Marc Mandosio Aprés l'effondrement. Notes sur l'utopie néotechnologique (Encyclopédie des Nuisances, 2000). Se puede encontrar también en internet en la página www.altediciones.com
5.- Alfred Jarry, ‘Patafísica, pag. 131. Editorial Pepitas de Calabaza, Logroño, 2002.

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